He dado en una de mis últimas cacerías de libros con El Escriba Sentado de Manuel Vázquez Montalbán, una compilación de ensayos sobre otros escritores, bajo el atractivo concepto de espiar lo que leen aquellos a los que nosotros leemos. Adquirí el libro con excesivo entusiasmo y tras los primeros capítulos empecé a enojarme conmigo misma. Es un síndrome que ya experimenté en la lectura de algunos ensayos de Eco: me enfurece no haberlos leído antes porque ahora ya no tienen ni gracia ni sentido.
Leer sobre la validez ética -o no- de la postura de artistas y escritores ante el comunismo, de los que demostraron comprometerse aun personalmente con el movimiento, hace que –a lo sumo- me sienta enternecida por su ingenuidad. A esas alturas uno no puede menos que ver la inutilidad de tanta pasión en un ideario que los años han demostrados no sólo ineficaz sino ciertamente absurdo. Los anacronismos históricos hacen que sienta que estoy jugando con ventaja: yo hoy sé que todo aquello era una ilusión y me decepciona la frustrada fe de quienes honestamente creyeron en ello. Y tras el 11 de septiembre de 2001 y su barbarie todo aquello se ha vuelto hasta infantil y romántico. De la Guerra Fría y la KGB a la Guerra Santa y a los mártires suicida. No sé si hemos empeorado pero ciertamente el hombre tiene una gran vocación para destruir al hombre. Las razones son anecdóticas, se trata sólo de matarse.
Algo similar me pasó con Apocalípticos e Integrados, de Umberto Eco, cuando analiza la significancia cultural de las historietas y los personajes de comics. Me gusta mucho Snoopy y la estética de Dick Tracy me recuerda invariablemente a Roy Lichtenstein pero soy de la generación de The Simpsons. La cultura popular de los últimos veinticinco años está marcada por Homero, Bart y Lisa. Uno puede entender el comportamiento social asimilándolo a los patrones magníficamente estereotipados por Matt Groening. Yo pertenezco al bando de las Lizas aunque en mi vida social simule ser una Marge y críe amorosamente a una Maggie silenciosa que será de seguro y con los años una psicópata asesina serial. Y estoy rodeada de Homeros y Barnys, buenos en esencia, bastante inútiles en la práctica, entrañablemente queribles por su humanidad. Y muchos Barts indefinidos que se han olvidado de madurar y que deambula por ahí porque, claro, nadie ha pretendido jamás que haga otra cosa.
Esta sensación de que todo va tan rápido que hasta nuestros escritores de cabecera se quedan atrás es una fea forma de orfandad. Como que uno se queda sin referentes a la hora de pensar y entender el mundo. Y pese a mi amor incondicional por Pepe Carvalho estuve a punto de tildar ese libro como uno de los más molestos leídos en los últimos tiempos, cuando por sus últimas páginas se detiene a referenciar a Jorge Luis Borges entre otros escritores. Y me pareció tan maravilloso el texto, que así de voluble como soy, me reconcilié de inmediato con el libro y lo dejé a la mano en mi escritorio para una relectura lenta y predispuesta. Trascribo porque vale la pena:
“Vivir no es necesario, leer y escribir sí. He aquí una posible divisa borgiana que sus fieles han presentado como la principal causa de su devoción. La literatura de Borges no suele estar manchada por la sociedad real o la historia programada, sino que tiene una legitimidad estrictamente literaria: Borges es la literatura, nada más y nada menos… En Borges hay una filosofía, una visión del mundo nihilista y anarquizante, sin que la anarquía de Borges sea la de Kropotkin o Bakunin, aunque el autor hubiera sido un joven socialista utópico, más por joven que por socialista. El hombre es un todo y es cada hombre y generalmente no se merece la realidad que le predestinan. (…) Muchos escritores tratan de hacerte olvidar que estás leyendo, en cambio Borges te está avisando continuamente de esa lectura, como esos escasos honestos vendedores de aviones de papel que te avisan de no sirven no ya para cubrir la ruta Buenos Aires-el Bósforo, sino ni siquiera para volar. ¿Es una sabiduría o una impotencia? Para los borgianos es una suprema sabiduría, hija de la lucidez nihilista del autor. Para los menos borgianos es la manifestación de una impotencia, la de elevar una prodigiosa escritura a otra dimensión más intrínsecamente literaria. Lo cierto es que Borges ha sido uno de esos escritores seductores que han roto corazones y ocupado cerebros.”
Manuel Vázquez Montalbán, El escriba sentado, Grijalbo Mondadori S.A. Barcelona 2001, pág. 219/220
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