lunes, 18 de noviembre de 2013

Sobre entender el arte como un business



 

 
     Regreso a la reseña de mis errores. Y dicen (mis voces) que el más imperdonable de todos ha sido el menosprecio con el que he tratado a las oportunidades que el destino (y las caderas) me han proporcionado en mis mejores años de “merecer”. Obviamente no debería ni contemplar la posibilidad de replicar tamaño disparate, pero como sé que alguien (el psicólogo aficionado –o no- de turno) dirá ¡COBARDE!, y seré muchas cosas pero la cobardía no está entre mis genes, me dispongo con valor al raconto veraz.



 
 
 
     Ya dije que a mis inicios adherí a diversas asociaciones de artistas, creyendo el eslogan de que “juntos podemos más”. No es que lo creyera, que ya por mis diecinueve-veinte años era bastante sensata. Pero reconozco que por entonces ya tenía esta tendencia vampira de buscar a quienes más saben –por educación o por experiencia- para fagocitarles el conocimiento.
 
     En una asociación menor de Lanús fui durante un tiempo la supuesta protégé del mandamás del grupo, y si de supuesta hubiera pasado a efectiva probablemente hubiera asegurado mi lugar en los salones y concursos locales. Y no es que el tipo no me resultara agradable, pero él tenía un tema con mi nombre y yo ya había decidido ser Farnell. Y siempre he sido (y seré) terca para negociar con cualquier cosa farnelliana.
 
      Después fue un escultor, realmente un gran tipo, ya con un nombre hecho, quién elegantemente hizo todo lo humanamente posible para que yo entendiera que me estaba invitando a “trabajar en equipo”. Y a mí me sale fácil lucir adorablemente en babia, y no decir nada como si no hubiera entendido de qué se trata. Él se cansó, yo seguí en mi estratosfera desconocida haciendo –mal- las cosas a mi manera.



 
 
 
     Cuando empecé a concursar en las pequeñas galerías y centros de arte de Buenos Aires, donde el flirteo es práctica deportiva de temporada, recibí discretas y no tanto insinuaciones de ayudarme a avanzar en mi carrera. Hubo gente agradable y divertida, con la que preferí mantener cierta especie de amistad. De otra huí con escrupulosa cortesía. Recuerdo un pase de manos en un vernisagge donde cierto caballero (¿impresentable?) me entregó una esquelita con una campanita y una moneda italiana. Era una línea declarando su amor. En una conversación previa me había hablado de su ascendencia gitana. Juro que pese a todo mi escepticismo creí en ese momento que la moneda, la campana y el papel constituían una especie de embrujo, un maleficio. Tiré el papel y perdí la moneda. Pero la campanita la conservé por años en el llavero. ¿Por qué? Porque soy contradictoria, qué duda cabe. Ni que decir que tras esa muestra ni volví a aparecer por esa galería.
 
      Con los años lo creí muerto hasta cruzármelo poco después en un evento confirmando que mis malos augurios alargan la vida.



 
 
 
     Recuerdo también a alguien que abiertamente propuso un canje de favores: el aliento concreto a la difusión de mi trabajo a cambio de mi dócil compañía. Él estaba ciertamente loco y era muy agradable, no me disgustaba su charla errática, exagerada, poco creíble a veces pero divertida en conjunto. Seamos sinceros: él no podía llevar mi carrera en ninguna dirección ya que no podía ni con su vida. Pero fue de los menos desagradables en sus insinuaciones, y ciertamente el que menos me costó evadir ya que su mujer debería conocerlo lo suficientemente bien como aparecer siempre que él y yo coincidíamos en algún lugar. Me cansé muy rápido –lo que no es extraño en mí- y seguí por otros rumbos. El siguió en el mismo lugar, sin dar trascendencia ni a su fundación ni a ningún artista. Pero reconozco que era un tipo simpático.



 
 
 
     En uno de los vernissage de un salón nacional conocí a un par de “grandes maestros”, de los consagrados. Uno en particular se obsesionó con mis piernas (me lo dijo literalmente). Él fue insistente, yo fui curiosa. Mi alma vampira prevaleció cierto tiempo, pero cuando en un almuerzo, al tiempo del café pidió un té “cachamai”, no pude resistirlo. Tuve un ataque de “buen gusto” y no soporté ni la idea de volver a verlo. Algunas charlas sobre su teoría del arte valieron la pena pero, ¡por dios!, nadie pide un “cachamai” cuando lleva a comer a una joven mujer a la que pretende seducir. Murió tiempo después y me dio pena. Me hubiera gustado tratarlo si él me hubiera visto como una igual (o un proyecto de igual) y no como una presa propiciatoria para la caza y el descarte.
 
     Hubo un par de damas también, dueñas de sus propios espacios, que hicieron avances concretos. Diré que he comprobado que las mujeres pueden aceptar un rechazo con más clase y persistir en el trato cordial después. Con una de ellas seguí haciendo pequeñas cosas a lo largo de los años, y pese al intento de canje de servicios del principio, a mi vaga negativa de que no entendí de que se trata pero igual no, ella no volvió a insistir y pudimos entablar una especie de amistosa camaradería.



 
 
 
     Y hubo gente, ciertamente, por la que me he sentido honestamente atraída, no porque su lugar en el mercado del arte me abriera la puerta hacia otro lado, sino por ser personas inteligentes, con ideas provocadoras y gratas en el trato normal. Pero como corresponde, o al menos como me corresponde a mí, mi atracción nunca encuentra debida respuesta. Ni que decir que con mi carácter yo no soy ni obvia, ni insistente y, probablemente, ni siquiera medianamente clara en mi interés. No la voy de acosadora ni que me paguen y me den un libreto. Ese sí es un error que me reconozco: debería haber aprendido. Hubiera podido valer la pena cazar a cierto art dealer devenido en galerista y después en empresario del arte, pero cuando pareció que avanzábamos en alguna dirección (sutil, discretamente) apareció cierto odioso caballero que actuó como si yo me estuviera metiendo con su propiedad. Se sabe que no adhiero a la confrontación y mucho menos al escandalete. Giré sobre mis talones y partí con destino desconocido. Él tampoco me buscó, así que supongo que todo fue como debía ser.



 
 
 
     Y por último reconozco que estuve muy, muy cerca de los dueños de cierta revista de arte, hoy desaparecida, propiedad de una pareja, ella, pobre, no muy despierta y nadando en aguas ajenas, y él un auténtico –y talentoso- estafador. El hizo que el maestro Pujía recorriera mi muestra en La Manzana de las Luces y dejara su saludo en mi libro de visitas. A cambio de esa encantadora gentileza yo le presté atención. Puede que él al principio me quisiera como elemento decorativo para colgar de su brazo y darse cierto prestigio social al poder mantener yo una conversación medianamente ilustrada. Después el captó que podía ayudarlo en cuestiones prácticas y darle la mano en alguno de sus múltiples líos. Él era talentoso pero deshonesto, pero no más que otros galeristas que he conocido con los años. Si alguien le hubiera puesto límites y control él podría haber llegado a ser un peso pesado en el mercado. Pero no era para mí, era mucho trabajo y mucha exclusividad, y yo no quería por entonces tener una galería o manejar una revista (¡so estúpida!) e hice lo que hago mejor: desaparecí.
 
      Supe que él fue en picada, su mujer se casó con otro y cerró la publicación, y –dicen- que él acabó preso en Santa Fé. Tiempo después estuve nuevamente cerca de la dueña de otra revista cultural en decadencia. Ella me encontraba interesante, quería mi colaboración, entendía que yo hubiera podido darle concreta ayuda “técnica” y sensata para levantar cabeza. Pero, otra vez, mi espíritu de lobo solitario prevaleció y opté por alejarme. Sí, era interesante, pero a mí nunca me sobró el tiempo y el poco que tenía era para pintar. He sido demasiado joven –aunque no tanto- y demasiado poco práctica.



 
 
 
 
     Supongo que puede resumirse diciendo que jamás pude ver al arte (mi carrera) como un negocio, dónde deben hacerse diversos intercambios –en especies- para obtener beneficios y escalada en el ranking artístico. Error, ya lo sé. Todo es business, eso dicen. Y todo tiene precio, dicen también.   
 
 Será verdad pero a mí (ya escucho los gritos) todo lo que se relaciona con el dinero me parece vulgar y no puedo evitar considerar el Arte como una disciplina superior. Mis voces a coro cantan: ERROR – ERROR – ERROR –ERROR – ERROR – ERROR – ERROR - ∞
 
     Pero escucho también (mi esquizofrenia es decididamente múltiple) a Calle 13 cantando:
 
“ …Es muy fácil ser esclavo de la industria navegando a favor de la marea. Tú te vendiste más barato que una prostituta en la autopista. Esa es la diferencia entre un negociante y un artista…” 
 
 Que lloren, del Álbum Los de Atrás vienen conmigo
 
 
 
 
 

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