¿De qué
viven los artistas? La respuesta no
es única pero podría acercarse a la exactitud clasificando en dos grupos: los
que viven de otras actividades que nada tienen que ver con el arte y los que
viven de actividades próximas al arte.
Los
primeros, entre los que me cuento, abocamos nuestra vida civil a una actividad
cualquiera que nos provee del dinero necesario para vivir. El trabajo es trabajo, nada más; sin pasión ni vocación. Somos mercenarios conscientes y sin culpas. Nos domesticamos, negociamos con el
pragmatismo y dedicamos muchas horas de nuestra vida a producir el dinero necesario
para comer, vestirnos y comprar telas, pinceles y óleos. Sospecho que somos los más simples. No tenemos que elaborar justificaciones de
ningún tipo. Trabajamos por dinero y pintamos porque sí. ¿La ventaja?
Que como no dependemos de comercializar nuestra obra para sobrevivir nos
podemos dar el lujo (¡impagable!) de
ser auténticamente libres.
El segundo
grupo es más complejo. Están los
artistas que se dedican a la educación tradicional, como maestros o profesores
de plástica. Los que aplican su visión
artística a la publicidad, el diseño comercial y el marketing en general. Están los que montan sus talleres y dan
clases fuera de currícula a aficionados.
Los que ilustran y grafican para editoriales. Y están los empleados públicos en áreas relacionadas a la cultura. Unos pocos coordinan –bajo la figura de
galerías o espacios de arte- muestras colectivas y eventos de distinto tipo
cobrando a los artistas participantes los costos y el remanente de beneficio
propio. Este grupo necesita justificar
la parte remunerada de su obra. Son los
que aceptan que el mercado (¿la moda de
turno?) digite su hacer. Puede
considerarse que a través de estas actividades vinculadas este grupo efectivamente vive del arte.
Que viva
sólo de vender su obra yo, personalmente, aun no conozco a nadie. Si hay un grupo muy selecto –los consagrados-
que cotizan bien y que captan la atención obsequiosa de galerías y marchands,
pero que siguen teniendo su taller (donde
las clases son muy caras y rara vez la dan en persona); que tienen líneas
de productos utilitarios con sus diseños (en
las tiendas de chucherías uno puede comprar zoquetes y cuadernitos con los
dibujos de Milo Lockett, que a la
vez tiene un bar y un espacio donde cobra a otros artistas por exponer) y
los que tienen sueldos estatales por dar clases magistrales en la enorme cantidad de universidades
y terciarios que se abrieron en los últimos años. Pero sólo de la obra, todavía no he conocido
a nadie.
¿Está
bien? ¿Está mal? ¿Un grupo tiene más
justificación ética que el otro? Lo
ignoro. Más bien me resultan
circunstancias por completo lógicas. Uno
–sea artista o no- hace lo que puede
y lo que soporta. ¿Quién nos prometió la
gloria? El artista no escapa de las
premisas de todo ser humano. Y sólo se
trata de vivir. La obra es la que definirá, pasado el tiempo y escindida de su autor, cual de ellas se aproximó a esa eternidad universal que sanciona el verdadero arte y el artista será sólo una anécdota, pintoresca pero intrascendente. Entonces, ¿para qué hacerse problema?
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