A
veces, para tomar la decisión de exponer o no en determinado espacio (cuando
dicha posibilidad implica el pago de un precio elevado para nuestros bolsillos),
una realiza una serie de complicadas elucubraciones para evaluar factores de
conveniencia, resultado inmediato y proyección a futuro. Otras veces nos movemos por capricho: tengo
ganas y ya está. Otras –la más de las veces en mi caso- se tira una moneda al aire y se lo juega a cara o cruz.
¿Por qué? Porque está muy bien racionalizar todo, analizar fríamente costo/beneficio con la escéptica imperturbabilidad de un economista avezado en juegos de mercado. Pero en la vida real nada es ni tan prolijo ni tan exacto, y suele suceder que las oportunidades más viables en los papeles terminan siendo un chasco y las aventuras desquiciadas las que más rédito –y placer- proporcionan al final de la historia. Y cuando ya no se confía tanto en la lógica uno opta por el azar. En palabras de Chesterton , cuando alguien no cree en dios no es que no crea en nada, cree en cualquier cosa. Yo creo en el destino y en el si debe ser, será. Mi límite es mi posibilidad física de emprender el cometido. Si me gusta el lugar, si me caen bien los organizadores, si puedo cubrir el precio, si tengo obra disponible y adecuada, si puedo realizar el traslado y la cuelga. Con lo logístico cubierto vamos para adelante.
Pero dado que vengo rumiando en los últimos tiempos cierta desazón por el simplemente colgar en la pared, si vuelvo a mostrar varias obras en un espacio más o menos interesante (digamos, 4 metros lineales) necesito diagramar un montaje diferente. Lo que decía entradas atrás: el adelante, el arriba y el abajo. El asunto de los planos múltiples. Cómo aprovechar el espacio de modo que induzca al espectador a entrar al ámbito privado de esas obras, a darle un poco más, a provocar el recuerdo y la curiosidad, a entregarle realmente una experiencia diferente. En una feria, donde hay mucha oferta, generar algo distintivo, no distinto por las obras –que lo son- sino por la manera de permitir al espectador el acercamiento. Así, en palabrerío, en divague de mesa de bar, suena razonable y hasta fácil; pero en los hechos, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo crear un laberinto sin paredes ni corredores pero que conduzca directo a una obra y que el espectador no pueda equivocar el camino? Algo así como una ley de la gravedad que atraiga irremediablemente a quien cruce por ahí. Sí, claro, tan sencillo…
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