En épocas como esta, cuando la imperiosa
necesidad de huir me deja sin respiración varias veces al día, me pregunto si
alguna vez hacemos lo que queremos o nos limitamos a acatar los arbitrarios
designios de nuestro victimario de turno.
Me derrumbo en la depresión de confirmar que somos barquitos de
papel a merced de la marejada violenta
de la voluntad (egoísta, desaprensiva)
de nuestro entorno. Soy demasiado débil,
me justifico -¡patética!- ante la evidencia de mi escasa capacidad de poner límites. Pero después, al borde del abismo, me enfrento
a mi obra y recuerdo que sí hago lo que quiero.
Y si el precio de la libertad creativa es soportar esta cotidianidad nefasta y opresiva, bueno, que se le va a
hacer... Pago el precio con gusto.
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