Bienvenido a casa. Y es un reencuentro en todas las de la ley,
porque reconozco la textura y el amarillento de las páginas: es la misma
edición que yo encontré olvidada en un galpón por un albañil allá en mi infancia. Sólo que aquel ejemplar estaba sin tapas y sin el
primer y el último librillo de encuadernación.
Por
primera vez leo su prólogo y me río a carcajadas. ¿Múltiples imágenes, múltiples yo? Bueno, es lógico que, aunque circunstancialmente
lo desconociera entonces, ese texto perdido haya sido iniciático en mi vida. El laboratorio de los Espejos.
“(…) Era una inmensa sala de paredes de
espejos… Las puertas eran casi
invisibles… Aquellas puertas hacia las
que uno avanzaba viéndose distinto y saliendo de la misteriosa estancia que
cerraban… Aquellas puertas que se abrían
hacia fuera, de tanto que salía por ellas la imagen que nos devolvía la luna
del espejo; imagen que era nuestra, pero no la nuestra.
Había sentido cómo aquella tercera puerta
me llamaba y me marché hacia ella. Yo
marchaba hacia ella y de ella salía una imagen mía –que no es la imagen mía-
que marchaba hacia mí. Me reconocí en
ella, desde luego; y me asombré de reconocerme en aquella manifestación
inesperada de mi plural ontología literaria.
Todos sabéis que se habla mucho –desde que
Sigmund Freud se hizo tan popular como Jack Dempsey o Alejandro Dumas- de los
diferentes yoes… Ya hasta los egoístas
más fanáticos y contumaces condescienden a hablar del “otro-yo”. Es decir, que la gente admite eso tan
sugestivo y tentador –que muchas veces conduce a los delirios voluptuosos de la
proesquizofrenia- de ser más de uno en sí mismo, quizá para justificar el
hablar solo, acaso para tener a quien echarle la culpa de los desafueros
cometidos, tal vez para sentirse más fuerte…
La gente admite, pues, la existencia del “otro-yo” y también la del “super-yo”. Aquí se arma un poco de tomate con el
subconciente y la sobreconciencia; el diablillo de la proclividad al mal, y el
Ángel de la Guarda. Pero no es cosa de
ponernos aquí a remontar la ciencia ni la conciencia, la psicología ni la vida
angélica; aquí tenemos que hablar, sencillamente, del laboratorio de los
Espejos…
Estamos de acuerdo en que el hombre tiene
varias personalidades, según se mire él, o lo miren sus amigos, su mujer, sus
jefes, sus subordinados, sus hijos, su madre…
Según es en realidad y según lo juzga Dios. Por cierto, es muy complicado. Pero el hombre es proteico de varias maneras. No solamente en la latitud de los otros-nos y
en la longitud de la fama, sino también en su capacidad de crear –de segregar,
casi mejor dicho- seres a su imagen y semejanza que asumen las
responsabilidades de algunas manifestaciones biogénicas de la mente literaria. Es lo que el literato tiene de prodios. Es su capacidad de dar vida pública a
criaturas latentes en a memoria hereditaria –los personajes-, pero es también
su facultad de eonizarse en seudónimos y anagramas, que se distinguen unos de
otros –cuando son realmente distinguidos- y se diferencian en sus modos de ser
y de hacer. No se trata de fregolismos
ni de cosmética, sino, real y verdaderamente, de cariocinesis ontológica. Su sede natural es, por suputo, el
laboratorio de los Espejos.
Avancé hacia la luna de la tercera puerta
y de ella avanzó hacia mí la imagen clara de Troyam Japrysh. Nos confundimos en un abrazo integrador de
tan comulgado y me metí por aquellos dominios sin necesidad de abrir la puerta;
pues la verdad es que aquellas puertas se abrían sin abrirse; sencillamente se
pasaban.
Troyan Japrysh era alto y fuerte, con unos
inmensos ojos a un tiempo dulces y firmes, donde alumbraban la bondad y la
resolución. Allí estaba, en medio de las
vidas que yo le había ofrecido, tratando de interpretarlas y
transmitirlas. Aquellos hombres y
mujeres que Troyan Japrysh había descubierto en su camino, porque yo se los
había puesto por delante, mantenían el secreto de sus vidas, de sus
pensamientos y sus obras. A Troyan
Japrysh le tocaba penetrarlos, descifrarlos, describirlos, manifestarlos.
Eran hombres y mujeres de muy distinto
tipo, y todos ellos habían sentido, de alguna manera, el álgido paso cauteloso
de Tanatos. Se habían visto mezclados en
siniestros asesinatos, y algunos, entre ellos, eran los mismísimos jinetes del
Caballo Pálido que habían osado volver al polvo el polvo de su hermano…
Troyan Japrysh tenía que poner a los
asesinos en trance de confesión, No le
correspondía a él resolver si la confesión sería un alarde de cinismo o un acto
de constricción. Troyan Japrysh no era
un juez, ni siquiera un crítico. Troyan
Japrysh era, sencillamente, un narrador.
Un testigo omnividente, quizá; un cronista veraz, sin duda. Es decir: no un historiador, sino un
novelista.
De ahí que Troyan Japrysh pueda decirnos
aquí como cuentan su cuento un asesino enamorado, un asesino perdido, un
asesino vanidoso y un asesino melancólico…
Pasad la hoja.
Walter Ego”
Abel
Mateo, El Asesino cuenta el cuento El Triángulo Verde,
Buenos Aires 1955, página 7/9.-
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