El catálogo “simple”, es decir, el que se va a
distribuir a todo concurrente a la muestra, tiene que cubrir múltiples
requisitos. El primero, casi una
obviedad, tiene que dar una idea rápida de qué se trata la cosa. Aunque sólo pueda tener una imagen, hay que
tratar que esa sea la más representativa de la obra, por eso requiere que se
elija cuidadosamente la carga visual.
Pero a la vez, esta imagen a más de representativa debe ser de fácil
reproducción, ya que al bajar los costos de impresión se pierde calidad y si la
imagen depende mucho de cómo se la reproduzca, antes que borrosa es mejor no
reproducir nada.
El asunto
“imprenta” es factor determinante por varias razones: tiempo, costos, entregas,
cantidad y calidad de impresión, ¡errores estúpidos que se descubren a último
momento!, y sus infinitas variables. Por
experiencia sé que hay que resignarse siempre a la pretensión de mínima, que es
que al menos haya algo listo para el día de la inauguración, salga como salga.
Y porque
los “tiempos” de la gráfica no son los mismos tiempos que existen en este plano de la
realidad, conviene un diseño básico de díptico doble faz tamaño A4 que, ante la
habitual catástrofe de que no se llegue con el offset, podamos en la
emergencia reproducir (a un costo carísimo) por fotocopia color
un número mínimo que nos salve del papelón en el vernissagge.
En cuanto
al texto, en lo personal creo que el catálogo simple debe decir algo, breve,
preciso, que permita al espectador saber cuál era la intención del artista en
el montaje de la muestra. Qué se suponía
que debía leerse en ese extraño lenguaje simbólico que es el arte.
Y lo más
importante de todo es que el catálogo sea lindo,
que quién lo recibe tenga ganas de conservarlo, de usarlo de señalador en un
libro o al menos guardarlo en un cajón.
Que un atisbo de la obra se meta en la casa de ese desconocido y se quede
por ahí, acechándolo, esperando por si se da ese instante mágico en que obra y espectador
se encuentran, se reconocen y se significan mutuamente.
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