No sé por qué cuesta tanto que me crean que este
blog lo escribo –principalmente- para mí.
Puede que ya no esté de moda, pero yo crecí escribiendo un diario
personal y esa costumbre ha seguido conmigo hasta acá. Así de simple.
Más allá
de las utilidades extras que le reconozco a un diario trepado a la web (difusión
de mi trabajo mediante un curriculum dinámico y detallado; resguardo de
propiedad intelectual sobre mis obras tanto por su registro visual final como
por la reseña de su desarrollo; línea directa de acceso para el espectador o el
curioso que se interese por mi trabajo), escribir habitualmente es una
forma muy práctica de pasar en limpio las ideas.
Uno de
mis mayores miedos ha sido siempre el de que la vida doméstica y mi trabajo
civil (con el que me mantengo económicamente) se superpusieran y aplastaran mi
pasión por el arte. Hoy estoy bastante
cerca de creer que ese temor era infundado, pero en mi juventud de estudiante
universitaria era una preocupación muy auténtica.
El
estudio de una profesión liberal era, en teoría, la chance de poder organizar
mis tiempos para compatibilizar mis dos vidas: la que debía ser y la que quería
que fuera. Podía estudiar y trabajar en
algo práctico y socialmente bien visto, mientras redistribuía tiempos libres
para dedicarlos no sólo a pintar sino a tratar de mostrar lo que hacía, ya
concursando ya montando mis propias exposiciones.
Ese
multi-target implicó siempre mantener la cabeza fría, prolija y
organizada. Con orden y método (Poirot
dixit) puede dominarse el mundo,
o al menos, la vida diaria. Pero se me
colaba ese miedo, cuando por temporadas eran más las horas de vida
universitaria y de trabajo a destajo que de acción creativa. Reseñar en mi diario personal (por entonces un cuaderno Gloria de tapa blanda) lo que iba
haciendo, escasos logros y periódicos
rechazos, me servía de prueba contundente de que, pese a todo, lo seguía
intentando. Que la vida normal y el
sentido común no me habían vencido. Que
todavía pintaba.
Hubo
rachas duras, de enfermedades y domesticidades varias, en las que pareció que
despistaba. Pero la obligación
autoimpuesta de escribir ponía en evidencia esos periodos oscuros, y si la
vocación flaqueaba la culpa de apartarme del camino elegido servía igual de
corrector y empuje para retomar la senda.
Hoy que
tengo mi vida tan claramente dividida que funciona solita en dos vías paralelas
sin el más mínimo conflicto psíquico (mis
voces se están riendo a carcajadas tan convulsas que temo por ellas), el
escribir en mi diario el día a día sigue resultándome útil para definir ideas,
valorar resultados y cotejar proyectos.
Pensar por escrito qué hago y por qué.
Un por qué muy personal -no tengo que justificar nada ante nadie-
pero mantener la claridad ante mi misma se ha vuelto una costumbre. Saber lo que se hace, por y para qué (aunque la respuesta sea "por nada" y "porque sí"),
hace que uno se sienta seguro y tranquilo.
Para eso sirve un diario en general y un diario de artista en
particular. Para reafirmar que
hacemos lo que queremos hacer. Como
manifiesto personal.
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