lunes, 4 de julio de 2016



     No sé por qué cuesta tanto que me crean que este blog lo escribo –principalmente- para mí.  Puede que ya no esté de moda, pero yo crecí escribiendo un diario personal y esa costumbre ha seguido conmigo hasta acá.  Así de simple.

     Más allá de las utilidades extras que le reconozco a un diario trepado a la web (difusión  de mi trabajo mediante un curriculum dinámico y detallado; resguardo de propiedad intelectual sobre mis obras tanto por su registro visual final como por la reseña de su desarrollo; línea directa de acceso para el espectador o el curioso que se interese por mi trabajo), escribir habitualmente es una forma muy práctica de pasar en limpio las ideas.

     Uno de mis mayores miedos ha sido siempre el de que la vida doméstica y mi trabajo civil (con el que me mantengo económicamente) se superpusieran y aplastaran mi pasión por el arte.  Hoy estoy bastante cerca de creer que ese temor era infundado, pero en mi juventud de estudiante universitaria era una preocupación muy auténtica.
 
 


 
     El estudio de una profesión liberal era, en teoría, la chance de poder organizar mis tiempos para compatibilizar mis dos vidas: la que debía ser y la que quería que fuera.  Podía estudiar y trabajar en algo práctico y socialmente bien visto, mientras redistribuía tiempos libres para dedicarlos no sólo a pintar sino a tratar de mostrar lo que hacía, ya concursando ya montando mis propias exposiciones.

     Ese multi-target implicó siempre mantener la cabeza fría, prolija y organizada.  Con orden y método (Poirot dixit) puede  dominarse el mundo, o al menos, la vida diaria.  Pero se me colaba ese miedo, cuando por temporadas eran más las horas de vida universitaria y de trabajo a destajo que de acción creativa.  Reseñar en mi diario personal (por entonces un cuaderno Gloria de tapa blanda) lo que iba haciendo, escasos logros y periódicos  rechazos, me servía de prueba contundente de que, pese a todo, lo seguía intentando.  Que la vida normal y el sentido común no me habían vencido.  Que todavía pintaba.
 
 

     Hubo rachas duras, de enfermedades y domesticidades varias, en las que pareció que despistaba.  Pero la obligación autoimpuesta de escribir ponía en evidencia esos periodos oscuros, y si la vocación flaqueaba la culpa de apartarme del camino elegido servía igual de corrector y empuje para retomar la senda.

     Hoy que tengo mi vida tan claramente dividida que funciona solita en dos vías paralelas sin el más mínimo conflicto psíquico (mis voces se están riendo a carcajadas tan convulsas que temo por ellas), el escribir en mi diario el día a día sigue resultándome útil para definir ideas, valorar resultados y cotejar proyectos.  Pensar por escrito qué hago y por qué.  Un por qué muy personal -no tengo que justificar nada ante nadie- pero mantener la claridad ante mi misma se ha vuelto una costumbre.  Saber lo que se hace, por y para qué (aunque la respuesta sea "por nada" y "porque sí"), hace que uno se sienta seguro y tranquilo.  Para eso sirve un diario en general y un diario de artista en particular.  Para reafirmar que hacemos lo que queremos hacer.  Como manifiesto personal.
 
 
 
 
 

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