Concuerdo
con Eco en eso de que somos lo que
hemos aprendido en los ratos perdidos cuando nadie nos estaba enseñando nada.
Como muchos de mi generación tuve por niñera y compañero de juegos un televisor
blanco y negro que reproducía una programación muy limitada, de escasas diez
horas al día y con productos extranjeros de más de una década de antigüedad que se repetían con excesiva frecuencia.
No
exagero si afirmo que almorcé cada día de mi infancia con Los Tres Chiflados. Moe,
Larry y su variable tercero (Shemp,
Joe, Curly) fueron la presencia masculina más constante de mi niñez, por lo
que probablemente el estereotipo de hombre que se formó en mi inconsciente fue la de un ser ni muy brillante y ni muy gentil aunque sí (¡increiblemente!) muy querible. La rubia espléndida que solía aparecer en los
episodios, seduciendo y usando a los protagonistas, dejaba muy en claro que la
mujer era en ese universo el ser bonito e inteligente que detentaba el control del
juego.
Al rato, por la tarde al volver de la escuela, consumía el estereotipo
femenino coincidente de Emma Peel de
Los
Vengadores y de la memorable Gatúbela del Batman de Adam West.
Las mujeres, en mi infancia, eran los
personajes estéticamente perfectos e intelectualmente astutos y sabios que
conocían todos los trucos para manipular a los hombres que, aunque formalmente
los protagonistas, eran en los hechos adorables satélites de esas damas gloriosas. Esas cosas se te graban en la memoria y te
condicionan. ¿Cómo tomar en serio al
machismo si no podés escindirlo de la imagen de un Larry con sus escasos rulos al viento o de la pancita decadente de un Batman simplón?
Debo
decir que si uno se pone a analizar el paradigma conformado durante los últimos
veinte años por Los Simpson, se concluye lo mismo: Homero es adorablemente querible (¿quién puede no amar a Homero?)
pero el cerebro le tocó a la chica. Lisa no sólo es inteligente sino que es
también noble, sensible, responsable y leal; el personaje a imitar. Nadie
va a reconocer públicamente que su ideal a copiar es Homero…
Ya hay muchas
generaciones de mujeres y jovencitas que cuando le hablan de machismo la imagen que se les
viene a la mente es la del muestrario simpsoniano: Homer, Ned Flanders, Moe, Barney, Smithers, Montgomery Burns, el
señor Skinner con su mamá…
Es esta
educación no oficial, supuestamente subliminal, la que –al menos en mi caso- destruyó toda posibilidad de convencerme de
que las mujeres somos “inferiores”, “débiles”, “necesitadas de protección”, de una categoría por debajo de la del
varón y con la domesticidad como único destino. Y si se arranca desde una
convicción natural de igualdad todo lo demás (todas las limitaciones o fracasos
que se enfrentan a lo largo de la vida) tienen que ver sólo con nuestra
capacidad o nuestro mérito, no con el género.
Se asume que si no logramos lo que queremos es pura y exclusivamente
nuestra responsabilidad y no por el estigma de haber nacido con el sexo
equivocado.
“A
mediados del siglo diecinueve Domingo Faustino Sarmiento había proclamado que
era posible juzgar el nivel de civilización de un país por la posición social
de sus mujeres. Citando a Fenelón y a
Rousseau, dijo que los hombres de una nación sólo podían ser tan grandes y
virtuosos como las mujeres que los criaron, pero sugirió, además, que las
mujeres podían tener un destino político propio, como instaban en la época en
Europa voces más progresistas. Fuera lo que fuera lo que deparara el destino,
decía Sarmiento, el punto de partida debía ser igual educación para la mujer, y
bajo su guía se llevaron maestras de los Estados Unidos, quienes iniciaron las
primeras escuelas para mujeres en la Argentina.
Los progresos que se hicieron en el campo de la educación durante su
mandato presidencial fueron indirectamente responsables de las primeras
actividades feministas organizadas en el país a comienzos del siglo
veinte. Las mujeres con título
universitario decidieron unirse para combatir la discriminación que habían conocido
de estudiantes y luego como profesionales en una sociedad que obcecadamente insistía
que el lugar de la mujer era el hogar.
(…) Intentando organizar a las mujeres para su
propia defensa, Cecilia Grierson, la primera médica argentina, fundó el Consejo
Nacional de Mujeres en 1900. Más tarde,
en 1903, ella y otra médica, Julieta Lanteri, iniciaron una organización de
mujeres universitarias para promover la educación superior de la mujer. Activistas de estos y otros grupos fueron
responsables de la organización del Primer Congreso Feminista Internacional,
que tuvo lugar en Buenos Aires en 1910 con representantes del resto de las
Américas y de Europa. Las delegadas,
ignoradas por el gobierno argentino de ese momento, votaron a favor de la
igualdad civil y económica para la mujer, la reforma del sistema educativo (los
consejos de Sarmiento habían sido seguidos sólo en parte) y la ley del divorcio. El primer partido feminista de la argentina
fue fundado por Lanteri en 1919. Ese
mismo año, Elvira Rawson de Dellepiane, médica y maestra, fundó la Asociación
de Derechos de la Mujer, instando a que las mujeres de todas las clases
sociales lucharan por iguales derechos.
Dellepiane, Sara Justo y Alicia Moreau de Justo, prominentes feministas que
trabajaban desde el Partido Socialista, fueron responsables de la adquisición
de ciertos adelantos en la legislación protectora de las mujeres y menores
trabajadores, promulgadas por el Congreso a principios de siglo.
(…) Varios ensayos que escribió Victoria a
mediados de la década de 1930, poco después de conocer a Virginia Wolf (pero
antes de que esta publicara Tres guineas en 1938), demuestran que compartían
las mismas ideas con respecto a la influencia civilizadora que pueden ejercer
las mujeres sobre la sociedad. El
patriarcado había producido guerras y dictaduras, competencia y materialismo, y
todo esto, combinado, había contribuido a degradar el espíritu de la
civilización moderna. Si las mujeres no
hubieran sido tiranizadas por los hombres, tal vez los valores morales serían
diferentes. La sociedad debe buscar una
armonía de influencias masculinas y femeninas o de lo contrario enfrentarse a
la destrucción.
(…) Una mujer responsable moralmente entiende la
maternidad como deber sagrado que acarrea el poder de influir en las
generaciones futuras. “Mujeres”, seguía
diciendo Victoria, “eso es lo que importa.
El hombre está en vuestras manos, puesto que desde la entraña se os
entrega. El hombre es moldeado por
vosotras. Y la única modificación lenta
que puede sufrir la humanidad depende de vosotras…” Este poder, y no el poder mágico atribuido a
las mujeres como musas, es el que importa, y es algo que las mujeres nunca
deben abdicar en favor de los hombres.
Naturalmente, para que este poder sea esgrimido con responsabilidad, las
mujeres deben ser educadas en un pie de igualdad con los hombres, y disfrutar
de todos los derechos civiles y políticos que tradicionalmente les han sido
negados. La misión que prevé Victoria
para las mujeres presupone igualdad y justicia para su propio sexo.”
Doris
Meyer, Victoria Ocampo – Contra viento y
marea Editorial
Sudamericana Buenos Aires 1979, páginas 212/214
y 288/289.-
Espíritu femenino
grafito 50X70 cms -1996
No hay comentarios:
Publicar un comentario