Ayer,
durante un fugaz instante, creí que lo había encontrado. Pero no.
Sigo mi búsqueda de ese libro cuyo autor y título ignoro pero que leí con
deleite hace añares y que se me perdió entre tantas otras cosas.
“Me
pregunto si usted me entiende, Nausicaa”, dice el protagonista con
amnesia a su secretaria en la primera de las cuatro historias que integraban
ese libro. Cuatro relatos policiales
contados desde el punto de vista del asesino.
Recuerdo que en el primero había un diario sensacionalista que se
llamaba “El Lecho de Procusto” y que el desmemoriado detective privado
poseía una colección de billetes falsificados.
El último de los cuentos era protagonizado por Yehuda Harnett (o Hammett),
profesante explícito del “yoprimerismo”,
quién no podía concebir que su crimen perfecto fuera dilucidado por un simple
mortal.
El libro –ya
roto, sin tapas ni las primeras ni las últimas páginas- era propiedad de un
albañil que trabajó una temporada en las diversas obras que se hicieron en la
casa de mi infancia. Usaba con los otros
obreros el galponcito del patio para cambiarse y dejar sus bolsos y mochilas
mientras trabajaban. El libro, que
supongo leía en el colectivo o en el tren en sus viajes de ida y vuelta a casa,
debe haberse caído de entre sus cosas y quedó abandonado en el galpón. Tiempo después lo encontré yo –en mis diez u
once años- y lo leí hasta el cansancio.
Me encantaban esas historias. El
libro habrá estado conmigo hasta cerca de mis veinte, después lo perdí de
vista, al cabo buscándolo específicamente corroboré su oficial extravío. Después me mudé un par de veces, oportunidades
de que apareciera si andaba por ahí.
Pero no. Nunca más lo encontré.
Desde
entonces lo busco en todas las librerías de viejo de Buenos Aires, en las mega librerías de moda (con sus mesitas para
un café y sus catálogos on line), en bibliotecas de barrio y en la casa de
cuanto amante de los libros conozco.
Infructuosamente. Aun
desconociendo al autor estoy segura que me va a bastar leer unas frases al azar para reconocerlo al
instante. Por eso deambulo entre libros
viejos en cuanta oportunidad me queda a mano entre una cosa y otra.
Ayer por un instante creí… Pero no.
Afortunadamente me distraigo con facilidad y la decepción de otro
encuentro fallido fue sustituida por el gozo de encontrar un librito viejo que
compendiaba recuerdos de allegados a Macedonio Fernández. Una pequeña y deliciosa joya. Mientras sigo esperando el reencuentro, leo:
“Bueno,
yo creo que su actitud con respecto a la política era de un sano escepticismo,
¿no?: con respecto a la política nuestra, la política de la época, diríamos la
política folklórica de la época, era más vale escéptico, lo tomaba un poco en
broma; no se olvide que una vez, por broma, por humorismo, intentó lanzar su
candidatura a la presidencia de la república y entonces el gran problema de él
era como conquistar al electorado y se proponía anonadarlo, sorprenderlo con
una cantidad de modificaciones en las leyes físicas. Una de ellas, por ejemplo, repartir cucharas
de papel de seda. Se da cuenta qué cosa
tremenda es ir a tomar la sopa con una cuchara de papel de seda que se le caiga
de la mano: la manera de desconcertar al elector ¿no? O cambiar el peso de las cosas, una moneda de
diez centavos que, de repente, puesta en la mano de un elector, tuviera un peso
tal que le llevara la mano al suelo; y algo muy pesado, por ejemplo un ropero,
cuando intentara levantarlo se le fuera solo hacia arriba, con el solo
propósito de anonadar al elector y ganarlo ¿eh?, por ese lado. Su imaginación estaba siempre en juego. Una imaginación llena de sorpresas, llena de
ingenio. Me acuerdo que una vez, esas
salidas ocurrentes que tenía él, estábamos en la Revista Oral de Alberto Hidalgo,
en ese café, en el Royal Keller, en Esmeralda y Corrientes. Nosotros hacíamos una revista oral que
consistía en que cada uno de nosotros dijera (todavía no había radio) cada uno
de nosotros dijera lo suyo. Alberto
Hidalgo se ponía de pie de repente (era en el sótano del Royal Keller, una
cervecería de tipo alemán) y decía año 1, número 3 y luego venían las
editoriales, las colaboraciones, se leían poemas, se hacían críticas literarias
generalmente furiosas. Asistido por un
público muy heterogéneo, además, en fin, de nuestro grupo; al culminar las
medianoches de los sábado teníamos como público una gran cantidad de muchachos
y muchachas que estaba esperando que se abriera el Tabarís, en la sección
nocturna, entonces para hacer tiempo se acercaban a nosotros y escuchaban con
gran interés y así lo conocí a Raul Scalabrini Ortiz. Lo conocí porque andaba entonces con el negro
Uriburu ¿se acuerda?, ese que dio la vuelta al mundo con un barquito llamado El
Gaucho. Bueno, los conocí a los dos así
y lógicamente Scalabrini se incorporó después a nuestro grupo.”
De la entrevista a Leopoldo Marechal, MACEDONIO FERNANDEZ, Carlos Perez
Editor, Buenos Aires 1968 páginas 70/71.
“Yo
por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto
plagio. Yo sentía: Macedonio es la
metafísica, es la literatura. Quienes lo
precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de
Macedonio, versiones imperfectas y previas.
No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.”
Jorge
Luis Borges (inscripción
de apertura, obra supra citada).
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