miércoles, 6 de julio de 2016





    Ayer, durante un fugaz instante, creí que lo había encontrado.  Pero no.  Sigo mi búsqueda de ese libro cuyo autor y título ignoro pero que leí con deleite hace añares y que se me perdió entre tantas otras cosas.

     “Me pregunto si usted me entiende, Nausicaa”, dice el protagonista con amnesia a su secretaria en la primera de las cuatro historias que integraban ese libro.  Cuatro relatos policiales contados desde el punto de vista del asesino.  Recuerdo que en el primero había un diario sensacionalista que se llamaba “El Lecho de Procusto” y que el desmemoriado detective privado poseía una colección de billetes falsificados.  El último de los cuentos era protagonizado por Yehuda Harnett (o Hammett), profesante explícito del “yoprimerismo”, quién no podía concebir que su crimen perfecto fuera dilucidado por un simple mortal.

    El libro –ya roto, sin tapas ni las primeras ni las últimas páginas- era propiedad de un albañil que trabajó una temporada en las diversas obras que se hicieron en la casa de mi infancia.  Usaba con los otros obreros el galponcito del patio para cambiarse y dejar sus bolsos y mochilas mientras trabajaban.  El libro, que supongo leía en el colectivo o en el tren en sus viajes de ida y vuelta a casa, debe haberse caído de entre sus cosas y quedó abandonado en el galpón.  Tiempo después lo encontré yo –en mis diez u once años- y lo leí hasta el cansancio.  Me encantaban esas historias.  El libro habrá estado conmigo hasta cerca de mis veinte, después lo perdí de vista, al cabo buscándolo específicamente corroboré su oficial extravío.  Después me mudé un par de veces, oportunidades de que apareciera si andaba por ahí.  Pero no.  Nunca más lo encontré.




     Desde entonces lo busco en todas las librerías de viejo de Buenos Aires, en las mega librerías de moda (con sus mesitas para un café y sus catálogos on line), en bibliotecas de barrio y en la casa de cuanto amante de los libros conozco.  Infructuosamente.  Aun desconociendo al autor estoy segura que me va a bastar  leer unas frases al azar para reconocerlo al instante.  Por eso deambulo entre libros viejos en cuanta oportunidad me queda a mano entre una cosa y otra.  

     Ayer por un instante creí…  Pero no.  Afortunadamente me distraigo con facilidad y la decepción de otro encuentro fallido fue sustituida por el gozo de encontrar un librito viejo que compendiaba recuerdos de allegados a Macedonio Fernández.  Una pequeña y deliciosa joya.  Mientras sigo esperando el reencuentro, leo:


     “Bueno, yo creo que su actitud con respecto a la política era de un sano escepticismo, ¿no?: con respecto a la política nuestra, la política de la época, diríamos la política folklórica de la época, era más vale escéptico, lo tomaba un poco en broma; no se olvide que una vez, por broma, por humorismo, intentó lanzar su candidatura a la presidencia de la república y entonces el gran problema de él era como conquistar al electorado y se proponía anonadarlo, sorprenderlo con una cantidad de modificaciones en las leyes físicas.  Una de ellas, por ejemplo, repartir cucharas de papel de seda.  Se da cuenta qué cosa tremenda es ir a tomar la sopa con una cuchara de papel de seda que se le caiga de la mano: la manera de desconcertar al elector ¿no?  O cambiar el peso de las cosas, una moneda de diez centavos que, de repente, puesta en la mano de un elector, tuviera un peso tal que le llevara la mano al suelo; y algo muy pesado, por ejemplo un ropero, cuando intentara levantarlo se le fuera solo hacia arriba, con el solo propósito de anonadar al elector y ganarlo ¿eh?, por ese lado.  Su imaginación estaba siempre en juego.  Una imaginación llena de sorpresas, llena de ingenio.  Me acuerdo que una vez, esas salidas ocurrentes que tenía él, estábamos en la Revista Oral de Alberto Hidalgo, en ese café, en el Royal Keller, en Esmeralda y Corrientes.  Nosotros hacíamos una revista oral que consistía en que cada uno de nosotros dijera (todavía no había radio) cada uno de nosotros dijera lo suyo.  Alberto Hidalgo se ponía de pie de repente (era en el sótano del Royal Keller, una cervecería de tipo alemán) y decía año 1, número 3 y luego venían las editoriales, las colaboraciones, se leían poemas, se hacían críticas literarias generalmente furiosas.  Asistido por un público muy heterogéneo, además, en fin, de nuestro grupo; al culminar las medianoches de los sábado teníamos como público una gran cantidad de muchachos y muchachas que estaba esperando que se abriera el Tabarís, en la sección nocturna, entonces para hacer tiempo se acercaban a nosotros y escuchaban con gran interés y así lo conocí a Raul Scalabrini Ortiz.  Lo conocí porque andaba entonces con el negro Uriburu ¿se acuerda?, ese que dio la vuelta al mundo con un barquito llamado El Gaucho.  Bueno, los conocí a los dos así y lógicamente Scalabrini se incorporó después a nuestro grupo.” 

De la entrevista a Leopoldo Marechal, MACEDONIO FERNANDEZ, Carlos Perez Editor, Buenos Aires 1968 páginas 70/71.

     “Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio.  Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura.  Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas.  No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.”

Jorge Luis Borges (inscripción de apertura, obra supra citada).












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