miércoles, 16 de noviembre de 2016






     Acorralada en un pasillo, no tuve más remedio que someterme a la forzosa sociabilización por un rato –demasiado- largo.  Era alguien conocido que, si no fuera yo tan huraña, me caería muy bien.  Monologó durante más de veinte minutos de cómo la vida se empeñaba en maltratarnos, de lo difícil que se ha vuelto nuestro común trabajo, de que acabamos siendo una generación atrapada y perdida entre un pasado lógico y un futuro inentendible. No disentí con nada de lo que dijo –no hubiera podido, en parte porque tenía razón, en parte porque lo que quería era desahogarse y no conversar- y aunque no me alcanzaba del todo su fundada frustración me dejó el resto del día con la sensación de estar al margen  por pura cuestión generacional.  Me llevó horas desempolvarme de su melancolía y recordar que estoy al margen –en esa vida y en esta vida- por empeñosa y voluntaria decisión.

     Pero pararse por afuera de las reglas, de un modo pacífico y sin interés en convocar a nadie para que haga lo mismo, no implica estar en contra del sistema ni clamar por una revolución.  No adhiero ni por casualidad al antes estábamos mejor o todo tiempo pasado fue…  La evolución me parece lógica y el cambio constante me sabe a síntoma de buena salud.  Pero no necesariamente quiero hacer lo que las modas y la política van imponiendo por dictamen de gurúes o dudosas mayorías.  Acepto la marginalidad como consecuencia de preservar la diferencia, como daño colateral del ejercicio consciente de la libertad.  Pero eso no me hace dueña de la verdad a mí ni equivocados ineptos al resto del mundo.  Sólo distintos y, espero, cada cual satisfecho con su elección.
 
 

     “Llevamos veinte años de decadencia constante;  trabajamos para sobrevivir y nos olvidamos qué era ser feliz”, me decía ayer, resignado, mi camarada de trabajo.  Y si hago cuentas me rindo a la evidencia económica.  Pero yo tengo esta otra vida, el arte, donde ser feliz, donde el placer de la pulsión creativa es la única razón de ser, y entonces que el dinero escasee, que deban aplicarse más horas al yugo para cubrir algunas deudas y financiar el resto, que no haya perspectivas de dar un paso para avanzar, dejan de ser cuestiones de interés.  Las naderías del arte colocan las prioridades en otro orden.

     Él me conoce sólo en el ámbito laboral, no sabe nada de esta otra vida mía.  Podría haberlo interrumpido con alguna expresión alentadora, un alegato hedonista sobre la libertad de ser a pesar de todo, pero no me hubiera entendido.  Lo dejé dándole la razón, confirmándole que estamos perdidos, de que la realidad nos pasó por encima y no nos dejó opción de reinsertarnos en un mundo que ya nos descartó.   Y de vuelta tomé conciencia de que hasta qué punto pintar –bien, mal, como sea- sigue salvándome la vida.


 
 
 
 
 
 
 

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