Acorralada en un pasillo, no tuve más remedio que someterme a la forzosa
sociabilización por un rato –demasiado- largo.
Era alguien conocido que, si no fuera yo tan huraña, me caería muy
bien. Monologó durante más de veinte
minutos de cómo la vida se empeñaba en maltratarnos, de lo difícil que se ha vuelto
nuestro común trabajo, de que acabamos siendo una generación atrapada y perdida
entre un pasado lógico y un futuro inentendible. No disentí con nada de lo que
dijo –no hubiera podido, en parte porque tenía razón, en parte porque lo que
quería era desahogarse y no conversar- y aunque no me alcanzaba del todo su
fundada frustración me dejó el resto del día con la sensación de estar al
margen por pura cuestión
generacional. Me llevó horas desempolvarme
de su melancolía y recordar que estoy al margen –en esa vida y en esta vida- por
empeñosa y voluntaria decisión.
Pero
pararse por afuera de las reglas, de un modo pacífico y sin interés en convocar
a nadie para que haga lo mismo, no implica estar en contra del sistema ni
clamar por una revolución. No adhiero ni
por casualidad al antes estábamos mejor o todo tiempo pasado fue… La evolución me parece lógica y el cambio
constante me sabe a síntoma de buena salud.
Pero no necesariamente quiero hacer lo que las modas y la política van
imponiendo por dictamen de gurúes o dudosas mayorías. Acepto la marginalidad como consecuencia de
preservar la diferencia, como daño colateral del ejercicio consciente de la
libertad. Pero eso no me hace dueña de
la verdad a mí ni equivocados ineptos al resto del mundo. Sólo distintos y, espero, cada cual
satisfecho con su elección.
“Llevamos
veinte años de decadencia constante; trabajamos para sobrevivir y nos olvidamos qué
era ser feliz”, me decía ayer, resignado, mi camarada de trabajo. Y si hago cuentas me rindo a la evidencia
económica. Pero yo tengo esta otra vida,
el arte, donde ser feliz, donde el placer de la pulsión creativa es la única razón
de ser, y entonces que el dinero escasee, que deban aplicarse más horas al yugo
para cubrir algunas deudas y financiar el resto, que no haya perspectivas de
dar un paso para avanzar, dejan de ser cuestiones de interés. Las naderías del arte colocan las prioridades
en otro orden.
Él me
conoce sólo en el ámbito laboral, no sabe nada de esta otra vida mía. Podría haberlo interrumpido con alguna
expresión alentadora, un alegato hedonista sobre la libertad de ser a pesar de
todo, pero no me hubiera entendido. Lo
dejé dándole la razón, confirmándole que estamos perdidos, de que la realidad
nos pasó por encima y no nos dejó opción de reinsertarnos en un mundo que ya
nos descartó. Y de vuelta tomé
conciencia de que hasta qué punto pintar –bien, mal, como sea- sigue salvándome
la vida.
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