Hace ya
más de quince años, cuando trabajaba en la serie de Alicia, viviendo aun en
la casa de mi infancia, fui víctima de un robo a mano armada. Aprovechando que había obreros que
entraban y salían de la casa, dos personas ingresaron e irrumpieron en la
cocina a primera hora de la tarde, cuando yo estaba concentrada en trazar los arbolitos del fondo de A través del espejo.
Afortunadamente la única violencia que nos infringieron esos hombres fue
encerrarnos a todos en un cuarto de baño mientras se llevaban lo de valor que
encontraron a la vista. Pero pese a ese
mal momento pude seguir días después con el desarrollo de A través del espejo, y al
año siguiente exhibirla con el resto de la serie en un Espacio Cultural de Parque Centenario. Esa obra –creí- no había quedado enganchada a
su fortuita circunstancia.
Pero el
día de la inauguración una amiga, que conocía mi trabajo anterior y por tanto
acostumbrada a mis eventuales rarezas, cuando se paró ante A través del espejo exclamó
(para sorpresa de ambas) “Esta no me
gusta. Es tétrica, me da miedo…”
Recuerdo haberle comentado recién
entonces que esa era la obra en la que trabajaba cuando habían entrado los
ladrones a casa. Sugerí que tal vez percibía vestigios de ese momento, no encontrando otro
justificativo a la sensación de angustia que le provocaba. Ella insistió en que no podía mirarla, que le
daba escalofríos. Lamentablemente no
volvimos a hablar sobre el tema y con el correr de los años hemos acabado distanciadas.
Todavía me pregunto qué fue lo que ella vio,
que vínculo encontró entre la imagen y el pánico que yo sentí cuando levanté la
mirada de la obra para encontrar frente a mi cara el cañón de un arma. Había creído
A través del espejo inmune
a la realidad de una ciudad que empezaba entonces a volverse muy insegura, pero es evidente que la vida real inevitablemente se le adhiere a las cosas.
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