Si cada
obra tiene por delante un destino propio y exclusivo, si su significado puede
ser tan dispar como distintos sean sus circunstanciales espectadores, no menos
cierto es que para uno cada obra implica determinadas motivaciones, objetivos y
sentimientos que no podemos escindirles.
La mayoría
de las obras que no termino son trabajos que no alcanzaros a complacerme o a
aproximarse a la idea que las rondaba en su inicio. O que técnicamente no pude dominar o que en algún
punto del camino pisé en falso y ya no pude salvar el error o el exceso. O que me aburren, perdiéndose ese sentido de
juego que es lo único que sostiene a artistas como yo que no obtenemos de
nuestra pasión nada más que diversión.
La obligación y el sacrificio los dejo para la actividad que me produce
el dinero del que vivo. El arte es sólo
por placer, y cuando el placer se diluye en el hastío, ya no hay razón para
insistir.
Pero se
dan ocasiones en que a una obra que me era grata, caprichosa en sus soportes
extraños, en la mezcolanza de materiales, en la languidez del conjunto, tuve que abandonarla porque se me enredó con
la vida. Apenas la había comenzado
cuando alguien cercano cayó enfermo y, tras una breve agonía, murió. Mientras aguardaba noticias garabateaba sobre
Virginia
para apaciguarme en la vigilia. El murió
a los pocos días y yo no pude seguir trabajando en ella. Me es imposible separarla de la realidad que
circundó sus días. Pero a la vez es una
obra a la que quiero mucho, quizá porque le traspasé el profundo afecto que
sentía por quién perdí. Son cosas que
pasan, claro. Transcurren los años y físicamente van abandonándonos nuestros
afectos. Puede que ese cariño se quede
en las cosas. Sólo sé que alguien me
preguntó la cotización de Virginia, que la había visto
reproducida en el blog. Aclaré que era
inconclusa. Me dijo que no le
importaba. Tuve que agregar que no
estaba en venta. Es demasiado personal. Mía, como mis muertos.
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