Resultan extraños los juegos de la
memoria, esa caprichosa sinfonía de
recuerdos al azar que nos revolotean en la cabeza. Recuerdo a una artista, presuntamente
consagrada, cuando yo rondaba los 22 o 23 años, que me decía con autoridad de
sentencia que ella no exponía ni participaba en muestras colectivas porque eso “quemaba” las obras. Que las reservaba para los concursos, los que
por entonces supuse ingenuamente que
ganaba. Con el paso del tiempo le perdí
el rastro. No recuerdo su obra, sí su
negativa a mostrarla al público en general.
Intuyo cierta lógica en ello.
Recuerdo
a otro artista empecinado en dirigir lo que yo debía pintar. El poco tiempo que duró nuestra relación él jugó
la pose de maestro-mentor al que se debía acatar sin discutir. Él era alguien mientras yo ni siquiera
existía, pero era generoso, quería darme entidad bajo su tutela. Lamentablemente, siempre he sido demasiado
solitaria y no podía durar. Sé que
siguió en lo suyo, aunque nunca volvimos a coincidir en ningún evento. Pero lo
que más recuerdo fue esa orden suya de cómo debía firmar mis trabajos, sobre todo
ahora cuando ya llevo varios años sin firmar cuando termino una obra, dispuesta
a no tener necesidad de aclarar que es mía.
Y
recuerdo a un galerista y escritor, bastante reconocido en el medio, que me retaba con
asiduidad diciéndome que mi obra era demasiado literaria. Que si quería pintar pintara pero que si
quería escribir escribiera. No las dos
cosas juntas. Ese recuerdo se me suele
mezclar con el de otra artista, gruñona y altiva, que me decía que era
imposible hacer coincidir en un mismo trabajo el pastel tiza y el óleo. Los recuerdo, por cierto, con culpa. Nunca pude hacerle caso a nadie…
Post
data: Y te respondo.
Sí, recuerdo mi viaje a Cuba
allá por el ´95. Recuerdo la luz, la
maravillosa luz, que me hizo comprender por qué los artistas pueden exiliarse voluntariamente en islas. Recuerdo las voces,
de esos quintetos que cantaban a capela y que te convencían de que no se
necesitan más instrumentos que la voz y el ritmo. Y recuerdo a las bellísimas muchachas
del Tropicana
con sus medias de red rotas. Me traje
unos libros viejos, comprados en la calle, con la obra de Martí, la predilección por los tragos con ron y un anillito de lata
con una piedra gris que uso cada vez que viajo.
Recuerdo que me prometí volver (en
pos de esa luz maravillosa), cosa que hasta la fecha no he cumplido, distraída
-como me pasa siempre- con otras cosas.
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