lunes, 28 de noviembre de 2016




          Resultan extraños los juegos de la memoria,  esa caprichosa sinfonía de recuerdos al azar que nos revolotean en la cabeza.  Recuerdo a una artista, presuntamente consagrada, cuando yo rondaba los 22 o 23 años, que me decía con autoridad de sentencia que ella no exponía ni participaba en muestras colectivas porque eso “quemaba” las obras.  Que las reservaba para los concursos, los que  por entonces supuse ingenuamente que ganaba.  Con el paso del tiempo le perdí el rastro.  No recuerdo su obra, sí su negativa a mostrarla al público en general.  Intuyo cierta lógica en ello.






     Recuerdo a otro artista empecinado en dirigir lo que yo debía pintar.  El poco tiempo que duró nuestra relación él jugó la pose de maestro-mentor al que se debía acatar sin discutir.  Él era alguien mientras yo ni siquiera existía, pero era generoso, quería darme entidad bajo su tutela.  Lamentablemente, siempre he sido demasiado solitaria y no podía durar.  Sé que siguió en lo suyo, aunque nunca volvimos a coincidir en ningún evento. Pero lo que más recuerdo fue esa orden suya de cómo debía firmar mis trabajos, sobre todo ahora cuando ya llevo varios años sin firmar cuando termino una obra, dispuesta a no tener necesidad de aclarar que es mía.






     Y recuerdo a un galerista y escritor, bastante reconocido en el medio, que me retaba con asiduidad diciéndome que mi obra era demasiado literaria.  Que si quería pintar pintara pero que si quería escribir escribiera.  No las dos cosas juntas.  Ese recuerdo se me suele mezclar con el de otra artista, gruñona y altiva, que me decía que era imposible hacer coincidir en un mismo trabajo el pastel tiza y el óleo.  Los recuerdo, por cierto, con culpa.  Nunca pude hacerle caso a nadie…







Post data: Y te respondo.  Sí, recuerdo mi viaje a Cuba allá por el ´95.  Recuerdo la luz, la maravillosa luz, que me hizo comprender por qué los artistas pueden exiliarse  voluntariamente en islas. Recuerdo las voces, de esos quintetos que cantaban a capela y que te convencían de que no se necesitan más instrumentos que la voz y el ritmo. Y recuerdo a las bellísimas muchachas del Tropicana con sus medias de red rotas.  Me traje unos libros viejos, comprados en la calle, con la obra de Martí, la predilección por los tragos con ron y un anillito de lata con una piedra gris que uso cada vez que viajo.  Recuerdo que me prometí volver (en pos de esa luz maravillosa), cosa que hasta la fecha no he cumplido, distraída -como me pasa siempre- con otras cosas.




























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