jueves, 24 de noviembre de 2016



     Cómo ganar enemigos.  Capítulo III.

 


     Sospecho que el error principal radica en no entender que somos un gueto.  Un juego de pocos, una afición de marginales.  El arte no atrae multitudes, y el arte contemporáneo y emergente ni a los parientes. 

     Nuestra condición de absoluta e intrascendente minoría hace que los parámetros de “conocimiento”, “repercusión” o “éxito” sean sensiblemente inferiores a los de, digamos, un jugador de futbol o de una modelo de lencería.

     ¿Cuándo una muestra de arte es “exitosa”?  ¿Cuándo concurrió cuánta gente?  ¿Un artista es “conocido” cuando cuántas personas identifican su nombre?  ¿Qué nivel de visualización tiene que tener la obra para poder atribuir a su autor el carácter de “consagrado”?



 
      No sólo es relativo sino que también es irreal intentar aplicarle los criterios ordinarios.  En mi trabajo civil me muevo en un ambiente donde convergen mayoritariamente personas de formación universitaria, donde se supone que los libros son herramientas de uso habitual y que se tiene por fuerza, cierto nivel de cultura y alterne social.  Y dudo que un 5% de esa gente sepa quién es Koons o quién es Hirst, artistas que, para los que formamos parte de este gueto, son nuestros odiados dioses todopoderosos de la gloria y la fortuna.  

     ¿A dónde voy con esto?  A confirmar que no tienen sentido desesperarse ni deprimirse.  Hagamos lo que hagamos siempre estaremos muy al margen de las cosas, que difícilmente se nos identifique y aprecie por fuera de ese reducidísimo mundillo en el que nos movemos.  Que siempre será el arte cuestión de unos (muy) pocos.  Todo lo demás es mentira.  No existe ni el publicista ni el relacionista ni la galería ni el gurú que pueda convertir a un artista en un objeto de consumo masivo.  El arte siempre será otra cosa, esa nadería del margen, esa sinrazón por la que deliran y desperdician su vida unos cuantos de los que, salvo contadas excepciones, nunca se recordará su nombre…





 

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