Siguiendo mi costumbre de fascinarme con la basura, hace meses sucumbí a
una vieja mesita de madera, estilo años sesenta (según yo) que estaba tirada en la calle a un par de cuadras de mi
casa , esperando el camión recolector de residuos.
Tras un
brote neurótico de desesperación por apropiarme inmediatamente de ella (lo que llevó a que movilizara a otra gente en mi auxilio, ya que por su tamaño y peso
no me la podía traer en brazos –aparte de la vergüenza que me daba que los
vecinos me vieran-), cuando la tuve en mi taller comprobé que le faltaba
una pata y que la tapa estaba completamente saltada por la humedad. Saqué pedazos de madera irremediablemente
arruinada, y con sogas y papel traté de recomponerla. Le dibuje un rostro de Mucha y con distintas pinturas y lacas la fui reciclando. Pero nunca la terminé porque el daño
originario seguí notándose en el desnivel de la superficie. Iba a usar vidrio líquido, pero no logré
completar los bordes como para retenerlo y generar la autonivelación. Y ahí
quedó, medio olvidada mientras me entretenía con otras cosas. Hace poco alguien la vio y me la pidió. Y me comprometí a terminarla de una vez y regalársela.
Mejoré algunos puntos, acentué colores,
craquelé con distintas pátinas doradas, pero el desnivel de la tapa me sigue
molestando. Estoy especulando con
pinturas dimensionales para falsear la superficie y disimular un poco más, y tal
vez incorporar un largo florero de vidrio para irme en un ángulo hacia arriba
(con narcisos tal vez, o una vara de gladiolos blancos si fuera temporada) y
distraer la atención. Pero a mi disgusto
de regalar algo que no me termina de satisfacer, se le suma esta sensación de
que no
está bien que regale algo que saqué de la basura, y menos para Navidad. Tengo que recordarme no regalar cosas que
están a medio hacer, ya que mi control de calidad personal se vuelve insufrible
cuando el resultado de mi trabajo no me complace en un, por lo menos, 70%. Mi mesita chueca me está resultando hoy un
auténtico dolor de cabeza.
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