“Ya
ves, decía para mis adentros, para sustraerte al poder de lo desconocido, para
demostrarte a ti mismo que no crees en ello, aceptas sus encantamientos. Como un ateo confeso, que ve al diablo por la
noche y hace el siguiente razonamiento de ateo:
sin duda, él no existe, es sólo una ilusión de mis sentidos excitados,
quizá un efecto de la digestión, pero él no lo sabe, y cree en su teología al
revés. ¿Qué podría meterle miedo a él,
que está seguro de su existencia? Basta
con santiguarse y él, que cree, desaparece tras una nube de azufre (…) Mejor que la pesadilla fuera realidad, si
algo es verdad, es verdad, y uno no tiene nada que ver con ello.”
Umberto Eco, El Péndulo de Foucault.-
“Si algo es verdad, es verdad, y uno no tiene nada que ver con ello.” Eximente de responsabilidad,
la realidad es la excusa perfecta para lavarnos las manos. El mundo funciona así, no estoy de acuerdo, no
me parece bien, pero así funciona… que le vamos a hacer.
El
mercado -dios padre mentor de toda
lógica- en general y el del arte en particular, es lo que es. Con sus reglas, sus rituales y su movilidad
centrífuga. Es, ahí está, y a llorar a
las iglesias. Este juego se juega de
esta forma y si no te gusta no entrés a la cancha porque te llevan puesto. Claro, es lo que es, y uno no tiene nada más
que hacer al respecto. La gente sensata –se supone- se resigna a la realidad y
enfila para otro lado. ¿Las uvas están
verdes? No, simplemente no es temporada de uvas, y como con esto de los transgénicos los
tomatitos cherries y las uvas tienen el mismo gusto, da igual. Sucedáneo
de café, como le ofrecen al Comisario Richiardi.
Me
explican (por enésima vez) todas las
cosas que estoy haciendo mal. Por ahí no
voy a llegar a ningún lado, me repiten para convencerme o aburrirme. El mundo (el
mercado) no funciona así. No importa
lo que hagas sino a quién conocés. No
cuenta la calidad sino los contactos.
Una obra es una circunstancia intrascendente, lo que vale es como la
cuenta un Curador con chapa de tal y honorarios de consulting internacional. Menos
obras -me resume-, menos aislamiento en tu taller y más
relaciones públicas. Se trata de conocer
a a quién vale la pena conocer.
A estas
alturas resulta una contienda de terquedades; ver cuál de los dos pierde la
calma primero y empieza con los insultos.
Yo sé que tras su primeras intenciones (hacer dinero a mi costa, entendiéndose por hacerse de mi dinero para
costear su aventura de representarme), hay una honesta intensión oculta de
hacerme un favor. La pobre estúpida empecinada
en dedicarse al arte cuando no se relaciona con nadie del medio. La idiota que cree que con convicción, mucho
trabajo y tal vez un mínimo de talento algo pueda hacerse frente a los monstruos
sagrados del marketing, el branding y las public relations. Me aburre
tanto. La teoría es teoría. Tampoco nada me asegura que sus fastuosas planificaciones estratégicas converjan
inevitablemente en la gloria y la fortuna.
Solo que yo seguiré haciendo lo mismo mientras le pago un sueldo por
barbotear discursos ridículos y obligarme a sociabilizar con personas que
probablemente no me agraden en lo absoluto (y
balbuceen otro tanto de estupideces).
Hago lo
que hago porque, precisamente, lo hago. Porque quiero
hacerlo. Porque puedo hacerlo.
Porque me divierte hacerlo. Tenga
o no una galería que me comercialice, o un curador que me vincule con el jet
set del arte, o un marchand que cante loas de mi obra y me incluya en su
portfolio de ventas, yo, acá, voy a seguir haciendo lo mismo que hago. Porque quiero, porque puedo, y porque me
divierte. No estoy tratando de llegar a ningún
parte. No sé cómo puede ser tan difícil de
entender.
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