Última
semana antes de la Nochebuena y decir que se arranca con caos es ser demasiado optimista. Pese a mi natural afición al festejo del
solsticio de verano este año el agobio de la realidad está consumiendo todos
mis restos de buena voluntad.
Está tan
claro: no quiero estar acá, no quiero hacer lo que estoy haciendo, no quiero
tener que soportar la estupidez obstinada del entorno que se empeña en alardear
su estupidez ante mí. Pero es inevitable… He sido
condenada por el “deber ser”.
¿Sigo con
mi recapitulación del año? Lo más malo de este 2016: no haber hecho nada, pero
nada de nada, para modificar esta dualidad que me obliga a tanta cosa que no
quiero restándole tiempo y energía a lo que sí quiero. Lo peor del año no es no haber logrado montar
una individual, es no haber dispuesto del tiempo y la energía necesaria para
conseguirla como fuera.
Pero no
puedo con la costumbre y estas épocas deben ser de festejo. ¿Por qué brindo? Porque sigo acá, prometiéndome como cada año
que el próximo será el año en que, definitivamente, el arte tomará el control de mi
vida. (Acá es donde cualquier psicólogo preguntaría: ¿y no sería más fácil que
tomaras vos misma el control de tu vida, eligieras tus prioridades y aprendieras
a decir "no"? Y ahí es donde yo vuelvo a
decir que la terapia no es para mí. Obviedades no, por favor).
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