miércoles, 14 de diciembre de 2016




     Dice una vieja canción de Serrat que “Quiso ser menos Polaroid y más almohada”, y eso me ha pasado este último año como consecuencia de no conseguir espacio para montar una muestra individual.  Puedo manejarme bien en el mundo virtual, colocando mi obra en distintos portales para su constante visibilidad a –seguramente- mucha más personas que las que irían eventualmente a una exposición de arte off line.  Pero quiero ser menos Polaroid

     Es definitivamente un fracaso que sólo una de mis obras (París) pudiera ser expuesta físicamente (Arte Lamroth, en Vicente Lopez), cuando uno de mis objetivos de este año era hacer una individual con mis esculturas de papel y trabajos de las series Postales Victorianas y Burlesque, todas obras que hasta ahora nunca fueron expuestas en ningún lado.  Pero  mis intentos fueron puro tiempo perdido.  Frustración absoluta. 






     A nivel práctico, una muestra en el mundo real tiene mucha menos repercusión que el material subido a la web. (Seamos sinceros: fuera de parientes y escasos amigos, ¿quién más concurre a la muestra de un artista emergente, desconocido, sin parafernalia de prensa de sostén?  Nadie.)  Pero mientras que para el artista resulta  una auténtica pérdida de dinero y de energía, a la obra la exhibición física casi siempre la hace lucir mejor.  Sobre todo en trabajos donde las texturas tienen algo que decir también.  Y ese especial vínculo que puede darse (“puede”, aunque por lo general no suceda)  entre la obra y el espectador ideal para el cual tendrá un significado fundacional, sólo es posible face to face.





    ¿Amerita tanto esfuerzo?  ¿Vale la pena que un artista independiente queme sus ahorros para montar un evento al que, ¡con suerte!, irán diez personas desconocidas?  Sí.  Porque tal vez una de esas diez personas sea la persona a la que le está destinada una obra en particular.  

     Las obras no son del artista, el artista es un esclavo de aquellas que están destinadas a significar algo.  Sólo que uno no tiene certeza concreta de si esa obra especial es una de las propias; ese es el riesgo inevitable del arte: jugarse la vida en algo que nunca sabremos si tiene sentido.  Lo dirá el siglo venidero, cuando ya no estemos ahí para enterarnos.







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