Hace ya
bastante tiempo empecé a sospechar que para hacer del arte nuestro destino se
necesitaba algo más que talento. Que
quizá no alcanzara cierta habilidad natural, digamos, para el dibujo, y
la tara genética de la concienzuda observación y una memoria casi
patológica. Todo eso podía resultar conveniente
pero lejos de suficiente.
El
llamado “vuelo poético”, o la más
llana imaginación, también son requisitos imprescindibles. Pero nada muy difícil de adquirir con una
educación que propenda a la literatura y al disfrute consciente de las
restantes ramas del arte. “Educar
el paladar visual” dijo alguien alguna vez. Enseñar a mirar. Adoctrinar al plagio, tal vez. Apropiarnos sin culpa de aquellos que nos
provoca placer.
¿Alcanza? No.
Tampoco la ficción de una técnica acabada obtenida a fuerza de práctica
y obstinación. Se puede pintar medianamente
bien, prolijamente, seudo-profesionalmente, dar impronta de incuestionable
oficio. Pero sigue siendo insuficiente.
¿Qué se
necesita para “ser” una artista y sostener en el tiempo esa elección? A través de los años he conocido a mucha
gente a la que creí con talento, con originalidad, hasta con auténtico genio, y
en el camino se fueron esfumaron, se borronearon, no pudieron definirse y
ocupar un lugar y de a poquito se apagaron.
¿Qué falló? ¿Qué les
faltaba? ¿Qué más se necesita?
En algún
punto mi sospecha se tornó en convicción: hace falta obsesión. El desequilibrio voluntario, el trastorno opcional para inclinar el cosmos hacia nuestro lado. Sin delirio no hay creación. Sin
obsesión no hay arte.
Cuando
nada es suficiente, cuando no se está seguro nunca de que vayamos en la
dirección correcta, cuando nadie más que nosotros entiende el sentido de
empeñarse en una actividad inútil y antieconómica, sólo queda el trastocamiento
total de las reglas convencionales para –pulverizando
nuestra salud mental- poder establecer nuestra personal y exclusiva
lógica. Y sostenerla, a través del
tiempo y del fracaso. A cuestas de la
soledad que implica ir contra la corriente.
Sin obsesión no se resiste.
La
obsesión es la única necesidad vital que requiere el artista para existir (y sobrevivir). Ahí está la clave. Sólo obsesionándonos con un destino atado al
arte, con la suerte que sea, podemos jugar este juego.
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