miércoles, 10 de mayo de 2017


Como deprimirse hasta lo más hondo del abismo en dos sencillos pasos.





   Paso uno: comprar un libro de un autor que uno deteste, pero del que es inevitable reconocer que sabe su oficio y  lo ejerce muy bien.  Paso dos: leerlo.

     Es así.  Detesto a Ken Follett desde que leí Los Pilares de la Tierra.  Nunca había leído nada de él y compré Los Pilares… absolutamente engañada por la crítica que me hizo creer que la obra era una especie de ensayo, una novela que respetaba el contexto histórico donde se desarrollaba.  Evidentemente no fue culpa del autor, pero lo odié por la desilusión que me generó su obra dada la falsa expectativa que me generó la engañosa publicidad que  rodeó  su lanzamiento. 

    Después, porque yo soy así, conseguí otros títulos del autor en la intención de confirmar mis prejuicios en su contra.  Y resultó que en sus novelas policiales sin pretensiones resultaba un escritor grato, dinámico, sumamente entretenido.  Odiándolo por no poder odiarlo con fundamento, seguí consumiendo su obra (con placer intelectual en contra de mi voluntad).  

     Lo último que adquirí de Follet fue “El escándalo Modigliani”.  Nuevamente lo odié –profundo- por encontrar la novela una delicia, vertiginosa, envolvente, de esas que tenés que leer de un tirón por puro e intrascendente disfrute.  Y claro, la historia, bien contada, con un trasfondo bastante certero, me deprimió hasta el tuétano de los huesos.  Como justicia poética, la realidad “histórica” donde se desarrolla la trama sí era ahora respetuosa de la realidad, una realidad que me es muy próxima.





     “Era buen profesor y lo sabía.  A los alumnos les gustaba su obvio entusiasmo y el modo franco, hasta cruel, con que analizaba sus trabajos.  Y sabía hacerlos mejorar, hasta a los que  no tenían talento alguno; les enseñaba tretas y les indicaba los fallos técnicos.  También tenía la habilidad de grabarles los conceptos.
     La mitad de ellos deseaban ingresar en Bellas Artes, ¡grandísimos tontos!  Alguien debía decirles que estaban perdiendo el tiempo.  Les convenía dedicarse a la pintura como pasatiempo y disfrutar de todo en la vida mientras trabajaban como empleados de Banco o como programadores de informática.
     Alguien tenía que decírselo, qué diablos.
     Ya estaban todos allí.  Se levantó.
-Esta noche hablaremos del mundo artístico- dijo-.  Supongo que algunos de ustedes esperan pertenecer a ese mundo antes de que pase mucho tiempo.
     Hubo uno o dos gestos afirmativos en el aula.
-Bien, para los que piensan así, he aquí el mejor consejo que nadie puede darles: olvídense del asunto.  Permítanme explicarles lo que ocurre.  Hace un par de meses, se vendieron ocho pinturas en Londres por un total de cuatrocientas mil libras.  Dos de esos pintores habían muerto en la pobreza.  ¿Saben ustedes cómo funciona esto?  El artista, durante su vida, se dedica al arte volcando en la tela su sangre vital. –Peter hizo un gesto irónico-.  Melodramático, ¿verdad?  Pero cierto.  Vean, a él sólo le interesa pintar.  Pero los peces gordos, los ricos, las señoras de sociedad, los dueños de las galerías y los coleccionistas buscan inversiones y sistemas de evadir impuestos.  Lo que él hace no les gusta.  Quieren cosas seguras y conocidas; además, no saben nada de arte.  Por lo tanto, no compran.  Y, así, el pintor muere joven.  Después de algunos años, una o dos personas perceptivas comienzan a ver adónde quería llegar y compran sus cuadros: a los amigos a quienes él se los había regalado, en negocios de ropavejeros, en galerías trasnochadas.  Los precios suben y los dueños de las galerías comienzan a comprar esos cuadros.  De pronto, el artista se convierte en a) pintor codiciado y b) buena inversión.  Sus pinturas alcanzan precios astronómicos: cincuenta mil, doscientos  mil, lo que ustedes imaginen.  ¿Quién gana el dinero?   Los marchantes, los inversores astutos, la gente que tuvo el buen gusto de comprar sus cuadros antes de que se impusieran.  Y los rematadores con su personal, y las galerías con sus secretarias.  Todos, menos el artista…  porque ya está muerto.  Mientras tanto, los jóvenes artistas de hoy apenas logran comer.  En el futuro, sus cuadros se cotizarán por sumas astronómicas.  Pero eso no les sirve de nada.
 “Cualquiera pensaría que el Gobierno debe cobrar una parte de esas grandes transacciones y utilizarla para construir estudios que se alquilen a poco precio.  Pero no.  Siempre es el artista quién pierde.
 “Si me permiten, voy a contarles mi caso.  Yo fui excepcional: mi obra comenzó a venderse bien estando vivo.  Aprovechando la situación, pedí un préstamo hipotecario y engendré una hija.  Era el futuro gran pintor de Inglaterra.  Pero las cosas salieron mal.  Ahora dicen que fui “sobrevalorado”.  Dejé de estar de moda.  Mi forma de actuar no casa con la alta sociedad,  De pronto, me veo desesperadamente pobre.  Formo parte del último montón.  Oh, claro que todavía tengo un talento enorme, dicen,  Dentro de diez años, seré el primero.  Mientras tanto, puedo morir de hambre, ir a cavar zanjas o asaltar Bancos.  A ellos no les importa, ¿comprenden?
     Hizo una pausa.  Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había hablado, concentrado en sus propias palabras.  Los alumnos guardaban un silencio total ante tanta furia, tanta pasión y tanta confesión desnuda.
-¿Comprenden?- preguntó por fin-.  Lo último que les importa es el hombre que usa el don recibido de Dios para producir el milagro de una pintura: el artista.”

  Ken Follett, El Escándalo Modigliani  Editorial Sudamericana S.A. Buenos Aires 2007, páginas 46/48 



























No hay comentarios:

Publicar un comentario