Como
deprimirse hasta lo más hondo del abismo en dos sencillos pasos.
Paso uno:
comprar un libro de un autor que uno deteste, pero del que es inevitable
reconocer que sabe su oficio y lo ejerce muy bien. Paso dos: leerlo.
Es
así. Detesto a Ken Follett desde que leí Los Pilares de la Tierra. Nunca había leído nada de él y compré Los
Pilares… absolutamente engañada por la crítica que me hizo creer que la
obra era una especie de ensayo, una novela que respetaba el contexto histórico
donde se desarrollaba. Evidentemente no
fue culpa del autor, pero lo odié por la desilusión que me generó su obra dada
la falsa expectativa que me generó la engañosa publicidad que rodeó su lanzamiento.
Después,
porque yo soy así, conseguí otros títulos del autor en la intención de
confirmar mis prejuicios en su contra. Y
resultó que en sus novelas policiales sin pretensiones resultaba un escritor
grato, dinámico, sumamente entretenido.
Odiándolo por no poder odiarlo con fundamento, seguí consumiendo su obra
(con placer intelectual en contra de mi voluntad).
Lo último que adquirí de Follet
fue “El
escándalo Modigliani”. Nuevamente
lo odié –profundo- por encontrar la novela una delicia, vertiginosa, envolvente, de esas que
tenés que leer de un tirón por puro e intrascendente disfrute. Y claro, la historia, bien contada, con un trasfondo
bastante certero, me deprimió hasta el tuétano de los huesos. Como justicia poética, la realidad “histórica”
donde se desarrolla la trama sí era ahora respetuosa de la realidad, una
realidad que me es muy próxima.
“Era
buen profesor y lo sabía. A los alumnos
les gustaba su obvio entusiasmo y el modo franco, hasta cruel, con que
analizaba sus trabajos. Y sabía hacerlos
mejorar, hasta a los que no tenían
talento alguno; les enseñaba tretas y les indicaba los fallos técnicos. También tenía la habilidad de grabarles los
conceptos.
La mitad de ellos deseaban ingresar en
Bellas Artes, ¡grandísimos tontos!
Alguien debía decirles que estaban perdiendo el tiempo. Les convenía dedicarse a la pintura como
pasatiempo y disfrutar de todo en la vida mientras trabajaban como empleados de
Banco o como programadores de informática.
Alguien tenía que decírselo, qué diablos.
Ya estaban todos allí. Se levantó.
-Esta
noche hablaremos del mundo artístico- dijo-.
Supongo que algunos de ustedes esperan pertenecer a ese mundo antes de
que pase mucho tiempo.
Hubo uno o dos gestos afirmativos en el
aula.
-Bien,
para los que piensan así, he aquí el mejor consejo que nadie puede darles:
olvídense del asunto. Permítanme
explicarles lo que ocurre. Hace un par
de meses, se vendieron ocho pinturas en Londres por un total de cuatrocientas
mil libras. Dos de esos pintores habían
muerto en la pobreza. ¿Saben ustedes
cómo funciona esto? El artista, durante
su vida, se dedica al arte volcando en la tela su sangre vital. –Peter hizo un
gesto irónico-. Melodramático,
¿verdad? Pero cierto. Vean, a él sólo le interesa pintar. Pero los peces gordos, los ricos, las señoras
de sociedad, los dueños de las galerías y los coleccionistas buscan inversiones
y sistemas de evadir impuestos. Lo que
él hace no les gusta. Quieren cosas
seguras y conocidas; además, no saben nada de arte. Por lo tanto, no compran. Y, así, el pintor muere joven. Después de algunos años, una o dos personas
perceptivas comienzan a ver adónde quería llegar y compran sus cuadros: a los
amigos a quienes él se los había regalado, en negocios de ropavejeros, en
galerías trasnochadas. Los precios suben
y los dueños de las galerías comienzan a comprar esos cuadros. De pronto, el artista se convierte en a)
pintor codiciado y b) buena inversión.
Sus pinturas alcanzan precios astronómicos: cincuenta mil,
doscientos mil, lo que ustedes imaginen. ¿Quién gana el dinero? Los marchantes, los inversores astutos, la
gente que tuvo el buen gusto de comprar sus cuadros antes de que se
impusieran. Y los rematadores con su
personal, y las galerías con sus secretarias.
Todos, menos el artista… porque
ya está muerto. Mientras tanto, los jóvenes
artistas de hoy apenas logran comer. En
el futuro, sus cuadros se cotizarán por sumas astronómicas. Pero eso no les sirve de nada.
“Cualquiera pensaría que el Gobierno debe cobrar
una parte de esas grandes transacciones y utilizarla para construir estudios
que se alquilen a poco precio. Pero
no. Siempre es el artista quién pierde.
“Si me permiten, voy a contarles mi caso. Yo fui excepcional: mi obra comenzó a
venderse bien estando vivo. Aprovechando
la situación, pedí un préstamo hipotecario y engendré una hija. Era el futuro gran pintor de Inglaterra. Pero las cosas salieron mal. Ahora dicen que fui “sobrevalorado”. Dejé de estar de moda. Mi forma de actuar no casa con la alta
sociedad, De pronto, me veo
desesperadamente pobre. Formo parte del
último montón. Oh, claro que todavía
tengo un talento enorme, dicen, Dentro
de diez años, seré el primero. Mientras
tanto, puedo morir de hambre, ir a cavar zanjas o asaltar Bancos. A ellos no les importa, ¿comprenden?
Hizo una pausa. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que
había hablado, concentrado en sus propias palabras. Los alumnos guardaban un silencio total ante
tanta furia, tanta pasión y tanta confesión desnuda.
-¿Comprenden?-
preguntó por fin-. Lo último que les
importa es el hombre que usa el don recibido de Dios para producir el milagro
de una pintura: el artista.”
Ken Follett, El Escándalo Modigliani Editorial
Sudamericana S.A. Buenos Aires 2007, páginas 46/48
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