jueves, 4 de mayo de 2017





      -Hay épocas malas y otras, peores-  me dice, y le borraría la sonrisa satisfecha tirándole el café a la cara pero me contengo.  Primero, porque mi café está muy bien y desperdiciarlo me parece un sacrilegio.  Segundo, porque tiene razón.

 

     ¿Claudicar en los prejuicios y volver es una forma de irse?  De ninguna manera.  Es una forma de huir, de esconderse en territorio conocido, pero no de irse.  Irse es avanzar, correr hacia adelante, afrontar el riesgo (abandonar la tibieza de estufa) y adentrarse en la incertidumbre  (saltar para alcanzar el trapecio sin red de seguridad debajo).  Regresar  a las bases, a aquel punto de salida donde todos prometíamos tanto (y hemos invariablemente decepcionado mucho),  es no ir a ningún lado.  El limbo.  La nada.

 






























     Adivina lo que estoy pensando  y sin disimulo se ríe de mí.  Sé que resulto patética con tanto rollo mental.  Debería ser más simple, como el resto, y en vez de asumir realidades inventar escusas para justificar mis limitaciones y mis errores.  ¿No es lo que hacen todos?  Vivo rodeada por los ombligos del mundo, de los protagonistas absolutos, de los dueños de la verdad y sus adyacencias.  No sé por qué me hago problema, si haga lo que haga nadie va a notar jamás mi existencia.  Soy parte del decorado, un complemento de utilería que no hace a la trama de los actores centrales de esta película.

 
     -¿Qué es lo peor que te puede pasar?- me dice, corriéndome por dónde disparo.  Conoce la historia (me conoce tanto mi) y la trae sin tener que mencionarla.  Yo era muy joven y estaba en uno de los puntos más bajo de mi vida, medio ciega por una crisis de uveítis que me hacía inyectar dexametasona en cantidades industriales lo que me provocaba una enorme confusión mental.   La psicosis agravada por la medicación, más mi dislexia, hacía que me desorientara en la calle y que en brotes de pánico  me quedara inmovilizada en las esquinas sin saber para qué lado cruzar.  Rompía en llanto y me quedaba horas hasta que me calmaba y podía volver a caminar. No había celulares entonces, pero tampoco a quién llamar.  
 
      Eran días de un descontrol absoluto, cursando estudios que me hacían viajar diariamente a mi universidad en Capital usando un par de colectivos.   Un espiral descendente.   Como consuelo –o porque siempre fui muy responsable y no quería perder la materia- pese a todo el caos de mi vida y usando un solo ojo, preparaba una monografía de religiones comparadas para la cátedra de teología.  Tenía una bibliografía que el profesor en cuestión me había sugerido  y entre los títulos estaba Sadhana de la editorial Kier, un ensayo de aproximación al budismo zen que incluía algunos ejercicios de meditación.

     En esos tiempos desesperados aceptaba cualquier sugerencia, y con la promesa de recuperar cierto control de mi existencia compré el libro, lo llevé a casa y empecé con los ejercicios.  Colgada en el 37 a las 7 de la mañana practicaba el conteo de las respiraciones, lo que me permitía aguantar hasta destino.   Avancé en mis prácticas y llegué al del sarcófago y a mentalizarme muerta.  Era afrontar el último miedo, el más atávico, poner todo en perspectiva.  En mi espiral descendente llegué al límite, y en esa profunda introspección, en ese respirar recitando mantras y centrándome en mi misma,  llegué a verme tan, pero tan ridícula, tan enfrascada perdiendo el tiempo que podía utilizar en otra cosa, que tras un ataque de risa terminé asumiendo que lo único que valía la pena era pintar.  Cierto, mi destino (como el de todos) es morirme, en un tiempo que no tengo precisado.  Lo único que cuenta  es la obra que se haya logrado construir en vida.  Pero mi vista era muy reducida entonces, ¿cómo pintar así?  Por instinto, cerrando el ojo enfermo, buscando técnicas que no me requirieran tanta precisión.  Fueron las épocas de mucho pastel tiza y mucho usar los dedos para esfumar.

 
 
 

     En el momento que dejé de tenerme lástima empecé el caminito de subida.  Aprendí a convivir con el dolor y a reducir los antiinflamatorios.  Volví a pintar y automáticamente reduje la tensión nerviosa.  Me compré una guía Filcar de bolsillo para  la cartera de la dama y me acostumbré a preguntar  a los transeúntes:  ¿Disculpe, me puede decir dónde estoy?  Todo pasó, por un tiempo, hasta otro ataque de uveítis y otro período de ceguera y confusión, pero ya sin tragedia.  Hoy sigo desorientándome con facilidad (no diferencio derecha de izquierda) y he convertido la psicosis en una forma de inspiración: la alucinación como composición creativa.

 
 

    Le devuelvo la sonrisa mientras termino mi café.  Tiene razón.  Hay épocas malas y otras peores.  Lo bueno está en vivirlas.  Y seguir.  Y poder contarlo, aunque sea a tu enemigo, al más leal de todos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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