-Hay
épocas malas y otras, peores- me
dice, y le borraría la sonrisa satisfecha tirándole el café a la cara pero me
contengo. Primero, porque mi café está
muy bien y desperdiciarlo me parece un sacrilegio. Segundo, porque tiene razón.
¿Claudicar
en los prejuicios y volver es una forma de irse? De ninguna manera. Es una forma de huir, de esconderse en
territorio conocido, pero no de irse.
Irse es avanzar, correr hacia adelante, afrontar el riesgo (abandonar la tibieza de estufa) y adentrarse en la incertidumbre (saltar
para alcanzar el trapecio sin red de seguridad debajo). Regresar
a las bases, a aquel punto de salida donde todos prometíamos tanto (y hemos invariablemente decepcionado mucho), es no ir a ningún lado. El limbo.
La nada.
Adivina lo que estoy pensando y
sin disimulo se ríe de mí. Sé que
resulto patética con tanto rollo mental.
Debería ser más simple, como el resto, y en vez de asumir realidades
inventar escusas para justificar mis limitaciones y mis errores. ¿No es lo que hacen todos? Vivo rodeada por los ombligos del mundo, de
los protagonistas absolutos, de los dueños de la verdad y sus adyacencias. No sé por qué me hago problema, si haga lo
que haga nadie va a notar jamás mi existencia.
Soy parte del decorado, un complemento de utilería que no hace a la
trama de los actores centrales de esta película.
-¿Qué
es lo peor que te puede pasar?- me dice, corriéndome por dónde
disparo. Conoce la historia (me conoce tanto mi) y la trae sin tener
que mencionarla. Yo era muy joven y estaba
en uno de los puntos más bajo de mi vida, medio ciega por una crisis de uveítis
que me hacía inyectar dexametasona en cantidades industriales lo que me
provocaba una enorme confusión mental. La psicosis agravada por la medicación, más
mi dislexia, hacía que me desorientara en la calle y que en brotes de pánico me quedara inmovilizada en las esquinas sin
saber para qué lado cruzar. Rompía en
llanto y me quedaba horas hasta que me calmaba y podía volver a caminar. No había celulares entonces, pero tampoco a quién llamar.
Eran días de un descontrol absoluto, cursando
estudios que me hacían viajar diariamente a mi universidad en Capital usando un
par de colectivos. Un espiral descendente. Como consuelo –o porque siempre fui muy responsable
y no quería perder la materia- pese a todo el caos de mi vida y usando un solo
ojo, preparaba una monografía de religiones comparadas para la cátedra de
teología. Tenía una bibliografía que el
profesor en cuestión me había sugerido y
entre los títulos estaba Sadhana de la editorial Kier, un ensayo de aproximación al
budismo zen que incluía algunos ejercicios de meditación.
En esos tiempos desesperados aceptaba cualquier
sugerencia, y con la promesa de recuperar cierto control de mi existencia
compré el libro, lo llevé a casa y empecé con los ejercicios. Colgada en el 37 a las 7 de la mañana
practicaba el conteo de las respiraciones, lo que me permitía aguantar hasta
destino. Avancé en mis prácticas y llegué
al del sarcófago y a mentalizarme muerta.
Era afrontar el último miedo, el más atávico, poner todo en
perspectiva. En mi espiral descendente
llegué al límite, y en esa profunda introspección, en ese respirar
recitando mantras y centrándome en mi misma,
llegué a verme tan, pero tan ridícula, tan enfrascada perdiendo el
tiempo que podía utilizar en otra cosa, que tras un ataque de risa terminé
asumiendo que lo único que valía la pena era pintar. Cierto, mi destino (como el de todos) es morirme, en un tiempo que no tengo precisado. Lo único que cuenta es la obra que se haya logrado construir en
vida. Pero mi vista era muy reducida
entonces, ¿cómo pintar así? Por
instinto, cerrando el ojo enfermo, buscando técnicas que no me requirieran
tanta precisión. Fueron las épocas de
mucho pastel tiza y mucho usar los dedos para esfumar.
En
el momento que dejé de tenerme lástima empecé el caminito de subida. Aprendí a convivir con el dolor y a reducir
los antiinflamatorios. Volví a pintar y
automáticamente reduje la tensión nerviosa.
Me compré una guía Filcar de bolsillo para la cartera de la dama y me acostumbré a
preguntar a los transeúntes: ¿Disculpe,
me puede decir dónde estoy? Todo
pasó, por un tiempo, hasta otro ataque de uveítis y otro período de ceguera y
confusión, pero ya sin tragedia. Hoy
sigo desorientándome con facilidad (no diferencio derecha de izquierda) y he
convertido la psicosis en una forma de inspiración: la alucinación como
composición creativa.
Le
devuelvo la sonrisa mientras termino mi café.
Tiene razón. Hay épocas malas y
otras peores. Lo bueno está en
vivirlas. Y seguir. Y poder contarlo, aunque sea a tu enemigo, al
más leal de todos.
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