Es
probable que la única respuesta a todo sea irse. IRSE. Cuando no hay otra manera de cambiar las
circunstancias que nos hacen la vida insoportable, cuando sea cual sea nuestra
conducta el resultado es siempre el mismo, cuando el agobio constante no
permite respirar, cuando lisa y llanamente la felicidad queda fuera de la ecuación. ¿Entonces?
Irse. Irse de una vez.
La gente no cambia, ¿para qué seguir
engañándose? No cambia si no quiere
hacerlo y, aun queriendo, hay límites estructurales que no puede traspasar. Y no queriendo, cualquier chance de cambio es
nula. ¿Por qué habría de cambiar algo el
que está cómodo con lo que tiene y dónde está; el que no desentona con el
entorno, el que no puede entender más allá de la básica necesidad fisiológica y
el mimetismo social que se tilda de aceptación y éxito? Ser parte de la manada es seguro.
La
gente no cambia, y esa contundente realidad vale tanto para ellos como para mí. Nadie va a cambiar. ¿Qué queda?
Irse. ¿A dónde? A cualquier lado donde su poder destructivo
no nos alcance.
¿Necesita el artista el apoyo externo, el sostén
y el aliento de su entorno, la fe ajena para desarrollar su obra? Estoy convencida de que NO. Claro que sería más
fácil, más grato, menos dolorosamente solitario. Pero no, no hace falta Se puede tercerizar todo, hasta los
afectos. ¿No es suficiente incordio
lidiar con una actividad creativa que nos llena de inseguridades, del constante
cuestionamiento de nuestra real capacidad para el arte, en un medio –el mercado-
que nos maltrata por pura declaración de desprecio hacia el artista, para
-¡encima!- tener que soportar el menosprecio y el ninguneo puertas adentro? Tantos frentes de batalla a un mismo tiempo
excede toda regla básica de urbanidad y buenas costumbres. ¿Irse, entonces? Claro, irse. De una buena y definitiva vez.
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