jueves, 24 de mayo de 2018







      La culpa siempre es de uno.  Al primer amague de queja, ¡alto!, no tenemos derecho a argumento alguno, la réplica siempre será la misma: la culpa es sólo nuestra.  Los otros, nuestro entorno, debe ser comprendido en su rol de eternas víctima plañideras, ellos sí pueden acudir a la queja sin ser cuestionados.  Ellos sí son pasibles de maléficas interferencias externas contra las que no tienen defensa.  Pero nosotros no, nosotros somos los únicos culpables de todo lo que nos pasa. 

     Me han acostumbrado tanto a no quejarme y a resignarme a que me merezco toda la desconsideración y el maltrato del planeta, que ya ni registro las acciones ajenas que cualquier congénere tildaría de crasa deslealtad, abierta traición, inmerecido daño.  Yo apenas me encojo de hombros y asumo: seguramente será culpa mía.










     Pero como todo tiene distintos puntos de observación, la dichosa perspectiva, el área de visión del espectador, me corro un poquito hacia el costado y lo miro desde mi lugar.  Sí, cierto, soy la única responsable.  Si yo inicio –voluntariamente, tras mucho análisis y definitiva estrategia- una secuencia de acontecimientos, lógicos, previsibles, tengo la culpa del resultado.  Es así nomás: esto no “pasó”, yo hice que sucediera.  Consciente y voluntariamente.  Sí, es mi culpa; me hago cargo (como siempre).  ¿Entonces?  ¿Me decías…?










     Entonces, claro, ahí  quieren cambiar el discurso, elaborando la ficción de que ellos han sido la buena influencia que nos señaló el camino; que fueron su aliento, su apoyo, sus sabios consejos, las piedras señeras que marcaron la senda correcta que finalmente hemos seguido.  Si algo sale bien ya no es nuestra culpa, es su mérito exclusivo.  Somos hijos del rigor, maltratándonos sin piedad han logrado sacarnos buenos. Sí, claro.  Tal cual.











     A esta altura de las cosas, la estupidez ajena empieza a causarnos gracia, casi nos enternece.  De tanto marginarnos acabamos encontrando muy grato el margen, nos complace estar afuera.  Ya no le debemos nada a nadie, estamos definitivamente en paz.  Cuando dejaron de tenernos lealtad, cuando no merecimos ni un poco de piedad, aprendimos a no necesitar nada, a no esperar nada de nadie.  Nos hicieron autosuficientes, imperturbables e inconmovibles, nos fue necesario serlo para poder sobrevivir en estas condiciones.  Pero tranquilos, no van a notar nuestra ausencia, de tanto ignorarnos nos hicieron invisibles, nos hemos borroneado con el fondo.   Seguiremos sin estar para sus ojos, sólo que ahora sí -¡por fin!- nos habremos ido en busca de otra luna menos fría. 














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