La culpa siempre es de uno. Al primer amague de queja, ¡alto!, no tenemos derecho a argumento
alguno, la réplica siempre será la misma: la culpa es sólo nuestra. Los otros, nuestro entorno, debe ser
comprendido en su rol de eternas víctima plañideras, ellos sí pueden acudir a
la queja sin ser cuestionados. Ellos sí
son pasibles de maléficas interferencias externas contra las que no tienen
defensa. Pero nosotros no, nosotros
somos los únicos culpables de todo lo que nos pasa.
Me han acostumbrado tanto a no quejarme y
a resignarme a que me merezco toda la desconsideración y el maltrato del
planeta, que ya ni registro las acciones ajenas que cualquier congénere
tildaría de crasa deslealtad, abierta traición, inmerecido daño. Yo apenas me encojo de hombros y asumo: seguramente
será culpa mía.
Pero como todo tiene distintos puntos de
observación, la dichosa perspectiva, el área de visión del espectador, me corro
un poquito hacia el costado y lo miro desde mi lugar. Sí, cierto, soy la única responsable. Si yo inicio –voluntariamente, tras mucho análisis y definitiva estrategia- una
secuencia de acontecimientos, lógicos, previsibles, tengo la culpa del resultado. Es así nomás: esto no “pasó”, yo hice que sucediera.
Consciente y voluntariamente. Sí,
es mi culpa; me hago cargo (como siempre). ¿Entonces?
¿Me decías…?
Entonces, claro, ahí quieren
cambiar el discurso, elaborando la ficción de que ellos han sido la buena
influencia que nos señaló el camino; que fueron su aliento, su apoyo, sus sabios
consejos, las piedras señeras que marcaron la senda correcta que finalmente
hemos seguido. Si algo sale bien ya no
es nuestra culpa, es su mérito exclusivo.
Somos hijos del rigor, maltratándonos sin piedad han logrado sacarnos
buenos. Sí, claro. Tal cual.
A esta altura de las cosas, la estupidez
ajena empieza a causarnos gracia, casi nos enternece. De tanto marginarnos acabamos encontrando muy
grato el margen, nos complace estar afuera.
Ya no le debemos nada a nadie, estamos definitivamente en paz. Cuando dejaron de tenernos lealtad, cuando no
merecimos ni un poco de piedad, aprendimos a no necesitar nada, a no esperar
nada de nadie. Nos hicieron
autosuficientes, imperturbables e inconmovibles, nos fue necesario serlo para
poder sobrevivir en estas condiciones. Pero
tranquilos, no van a notar nuestra ausencia, de tanto ignorarnos nos hicieron
invisibles, nos hemos borroneado con el fondo.
Seguiremos sin estar para sus ojos, sólo que ahora sí -¡por fin!- nos habremos ido en
busca de otra luna menos fría.
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