¡Qué sorpresa! Es decir que todos los que veíamos a Hirst como un farsante no estábamos hablando
sólo por envidia… Pero tal vez sea por
llevar la contraria o por volver a mi tema favorito, la única cuestión grave en
esto es que los mismos personajes todopoderosos y omnisapientes del mercado (críticos,
curadores, galeristas, marchands y aledaños) que endiosaron a Hirst siguen siendo los mismos que al
día de hoy continúan dictaminando qué es arte y qué no lo es. ¿Nadie paga los platos rotos? No, el pobre señor “mercado” fue engañado,
merece comprensión y no castigo, ni siquiera desconfianza. ¡Pobrecito, es la única víctima aquí!
A estas alturas hasta me empieza a ser
simpático Hirst. Tanta impostura tosca, evidente, claramente
ridícula, me termina pareciendo la performance más seria que he visto en los
últimos años. Puede que, después de
todo, sí tenga algo de artista.
ABC
Cultura
Damien Hirst confiesa su cleptomanía artística: «He
robado todas mis ideas»
Abril es el mes más cruel, alguien, parece
ser que T.S Eliot, lo dijo y basta.
Tal vez abrumado por tantas «sensaciones», Damien
Hirst ha reconocido sus tendencias cleptómanas. En el The Times, el 26 abril, se publica un artículo de David Sanderson que da cuenta de los
numerosos hurtos perpetrados por el principal agitador de esos Young British Artist que,
inevitablemente, ya son viejunos. Pasaron los años del escándalo y,
evidentemente, del marketing, hasta Charles
Satchi el «artoholic» puso distancia de por medio, incendio de almacenes
incluido, con respecto a estos provocadores de pacotilla, prefiriendo sacar
partido de un «retorno apoteósico de la pintura» que, lamento decirlo, quedó en
agua de borrajas.
Hirst
ha sido, desde sus orígenes como brillante «curator», un oportunista que sabía
sacar partido de las crisis. El fin del siglo XX necesitaba un poco de sangre
con sabor a kétchup y su tiburón conservado en la estructura para-minimalista
era un emblema oportuno para una época en la que el postmodernismo ya era un
animal disecado y aún no habíamos sufrido el efecto demoledor del atentado del World
Trade Center. La época de la globalización necesitaba, para superar el
pánico viral, de un arte que tuviera el efecto de un chiste chusco. Consumado
el hastío del reality-show, Hirst &
Cia. podían lo mismo presentar, como hiciera Tracey Emin una cama deshecha rodeada por rastros deprimentes o
unas mariposas tan bellas cuanto siniestras.
Damien
Hirst tiene el descaro académico habitual para atribuir sus robos
sistemáticos de ideas ajenas a una enseñanza que recibió en sus años
universitarios del artista Michael
Craig-Martin, que según parece le dijo algo que no ha olvidado: «No tomes
prestadas ideas, róbalas». En una entrevista con Peter Blake, el artista pop británico que es recordado por haber
hecho la mítica portada de Sargent
Peper´s de los Beatles, ha
reconocido que sus «pinturas de puntos» no son otra cosa que una copia de las
que hiciera años antes Larry Poons.
Era algo bastante evidente aunque la mezcla de esnobismo y desmemoria que
afecta a nuestra época hace que no fuera algo ni sugerido: Hirst fusilaba planteamientos estéticos ajenos, convirtiéndolos en
productos repetidos hasta la saciedad. Sin duda, artistas turbo-propulsados por
la economía del arte, como Jeff Koons, Takashi
Murakami o Damien Hirst, habían
aprendido en el «manual de estilo» warholiano todas las estrategias para ser
«buenos en los negocios».
La muestra de Hirst que se instaló en la Aduana
y el Palazzo Grassi de Venecia,
en paralelo a la última Bienal de
Venecia, fue comentada como una mezcla de megalomanía, horterismo
hiperbólico y voluntad gigantomáquica. Algunas piezas de «Treasures
from the Wreck of the Unbelievable» guardan parecidos
«sospechosos» con esculturas de Jason
deCaires. El artista canadiense Colleen
Wolstenholme denunció a Hirst
por copiarle descaradamente las obras de su «Medicine Cabinet»,
aquellas elegantes estanterías de píldoras que alegorizaban el destino de
nuestra sociedad hiper-medicamentada.
El discurso posestructuralista era como
una capa que todo lo tapa; lo mismo permitía soltar el rollo sobre la muerte
del autor que encogerse de hombros, en plan nietzscheano, para encarnar el
nihilismo y desinteresarse sobre quién habla. El final de los grandes relatos
degeneró en storytelling y el
«anacronismo deliberado» de Pierre Menard, autor del Quijote lo
mismo servía para justificar una reapropiación de una fotografía de Walker Evans que para la enésima
manifestación de la «duchampitis», enfermedad para que no se conoce cura.
«Todas mis ideas las he robado en alguna
parte», confiesa Hirst ante el
octogenario Peter Blake. Sostener
que «nada es original», por otra parte, no tiene nada de original. El
«plagiarismo» ha sido justificado planetariamente desde el tono irónico o
paródico del epigonismo postmoderno. Pero, si navegamos más allá de la movidas
ochenteras, comprobaremos que hasta Picasso
tenía claro que «los buenos artistas copian, los grandes roban» y Eugenio d´Ors advirtió que «lo que no
es tradición, es plagio». Nuestra inercia postradicionalista nos ofrece toda
clase de platos recalentados, bazofia protegida en vitrinas, radicalismo
subvencionado, el cinismo como la quintaesencia del postureo.
Hirst
aclaró hace años que todo su trabajo lo hacía una legión de asistentes.
Ahora confiesa que no tiene ideas. Resulta que su tiburón es muy parecido a uno
que tenía Eddie Saunders, un artista
y electricista, en el escaparate de su tienda en el este de Londres, habría además copiado un
modelo biológico de plástico creado por Norman
Emms y también se rumorea que John
LeKay, un creador que hasta fue amigo de Hirst, incrustaba diamantes en calaveras antes de que lo hiciera el
reputadísimo cleptómano que fue elevado a los altares de la Tate Modern en el 2012. Puede que
tengamos, a partir de este reconocimiento del «delito», una serie de demandas
millonarias o, como parece, este desvelamiento funcionará como un elemento más
de la pirotecnia provocadora.
No podemos olvidar que justamente cuando
el sistema financiero mundial se derrumbaba estrepitosamente, Damien Hirst subastaba una cantidad
enorme de sus obras sacando suculentas tajadas. Algunos dijeron que todo era un
timo y que, en realidad, muchas de aquellas piezas nunca llegaron a ser pagadas
y que todo era un montaje de sus galeristas compinchados con el
«ultra-plagiario». La verdad es que Hirst
nunca camufló sus mentiras. Ponía por delante el vellocino de oro, mostraba,
con el máximo descaro, que el arte contemporáneo se resuelve entre el
fetichismo incontrolable, la iconoclasia que no perturba nada y el totemismo de
cartón piedra. Si aprendió de sus maestros en Goldsmiths a rapiñar de todo, el canibalismo al que se entregó
venía de lejos, como una apropiada encarnación del cuento de «nuevo traje del
emperador». Si podía hacer que las masas del tour operator museístico se
tragaran un cenicero lleno de colillas, también componía un descarnado
autorretrato con una pelota de playa flotando sobre unos cuchillos; bastaba que
el ventilador dejara de funcionar para que la catástrofe se consumara. No hace
falta ser marxista para tener claro que todo lo que es sólido se disuelve en el
aire, ahora no lloraremos al descubrir que cuando Hirst titulaba «Por el amor de Dios» su calavera
diamantina estaba ocultando su inveterado pecado al no cumplir el séptimo
mandamiento. Tendrá que confesarse de verdad.
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