Las cosas pasan así: resbalosamente. Se deslizan, se filtran, nunca estuvieron ahí
hasta que están, con pasmosa contundencia, y ya no tenemos escapatoria. Somos víctimas de nuestra ingenuidad y
desatención. Actuamos de buena fe en un
universo donde nadie ni nada es inocente.
Llevaba una vida diciendo –convencida- que el arte es algo diferente,
que no se rige ni por reglas de mercado ni por códigos de espectáculo
masivo, ni mainstream ni massmedia. En el arte no son cuestiones de imponer
productos y posicionar marcas, ni
de entretejer redes en la oscuridad para
obtener el padrinazgo de quién corresponda y lucir hacia fuera como una
estrella mientras que para dentro se mendigan centavos y se pinta por encargo
siempre invariablemente lo mismo, el producto probado y aceptado.
Desde muy jovencita (cuando la rebeldía es pose inevitable) sostuve como blasón que yo
no vivía del arte, vivía por el arte, y me avine a trabajar de cualquier cosa
mientras esa acción mercenaria remunerada me permitiera la reserva de un tiempo
para pintar y desarrollar mi obra. Me
posicioné al margen, grité que me dejaran en paz, y me empeciné en hacer las
cosas a mi manera, aferrándome a la honestidad interna como premisa fundacional
de mi fe. Creo en lo que hago y digo lo
que creo, aunque todos a mi alrededor digan que me comporto como una reverenda
estúpida. “Podrías haber sido tanta
cosas”. “Tanto talento desperdiciado”. “Te empecinaste en hacerlo todo mal”.
Gran error: mi afición a las citas
populares. “Mantén a tus amigos cerca y a
tus enemigos más cerca aún.” En
mi caso, dos o tres personas que nunca
pude discriminar de cuál de las dos variedades se trataban. ¿Un enemigo leal es un amigo? Quién sabe...
Las personas raras como yo tenemos relaciones raras con gente más rara todavía. Tal vez, sólo tal vez, la amistad (o la enemistad) esté también muy sobrevalorada...
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