sábado, 12 de mayo de 2018








     ¿Para qué sirven los enemigos?  Para mantenernos enfocados en nuestros objetivos.  O, al menos, para eso sirven los enemigos leales, los que perduran en nuestra contra pero respetando las reglas y con la caballerosidad suficiente como para no recurrir a los golpes bajos a menos que sea movida de jaque mate en su contra.  Porque la premisa primera, entre ambas partes, es privilegiar la conservación del juego (más o menos limpio).

    Cumpliendo a la perfección su rol de enemigo leal, se pasó la media hora que me detuve a por un café asegurándome que había perdido por completo el camino.  Que en los último años no había trabajado en una obra digna, que me desvié totalmente, que me he dedicado a perder el tiempo en tonterías, que quemé los últimos puentes torpemente construidos por los que podía acercarme al circuito de galerías.  Resumiendo, seguí haciendo todo mal.

     Sabido es que estos diagnósticos (conocidos, habituales, probablemente certeros) no me afectan  en lo más mínimos.  Es la retahíla que escucho desde mi adolescencia:  camino indebido, acciones constantemente equivocadas.  Así soy yo. Desviada y errónea.




























    Me quedó flotando la acusación de que avanzo hacia lo bizarro y kitsch, que me resigno al exceso y abandono la lucha por la sobriedad y la elegancia.  O puede que se refiriera a que en vez de tratar de dominar el óleo prefiero garabatear en la comodidad de las lapiceras de gel.  En síntesis, me trató de débil y aplastada. Podría haberle discutido, pero no es mi estilo ni mi interés.  Puede que hasta tenga razón.  ¿Y qué?  Tal vez la vulgaridad es el destino final de todo.

     Y como la asociación de ideas es mi karma, y siempre hemos discutido sobre la ordinariez que arrastran  los lunares y el liberty en las prendas de vestir, decido jugar en otra obrita mínima y simplona con pintas y florcitas monocromas…


















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