¿Para qué
sirven los enemigos? Para mantenernos
enfocados en nuestros objetivos. O, al
menos, para eso sirven los enemigos leales, los que perduran en nuestra contra
pero respetando las reglas y con la caballerosidad suficiente como para no
recurrir a los golpes bajos a menos que sea movida de jaque mate en su contra. Porque la premisa primera, entre ambas
partes, es privilegiar la conservación del juego (más o menos limpio).
Cumpliendo
a la perfección su rol de enemigo leal, se pasó la media hora que me detuve a
por un café asegurándome que había perdido por completo el camino. Que en los último años no había trabajado en
una obra digna, que me desvié totalmente, que me he dedicado a perder el tiempo
en tonterías, que quemé los últimos puentes torpemente construidos por los que podía acercarme al
circuito de galerías. Resumiendo, seguí haciendo todo mal.
Sabido es
que estos diagnósticos (conocidos, habituales, probablemente certeros) no me
afectan en lo más mínimos. Es la retahíla que escucho desde mi
adolescencia: camino indebido, acciones
constantemente equivocadas. Así soy yo. Desviada
y errónea.
Me
quedó flotando la acusación de que avanzo hacia lo bizarro y kitsch, que me resigno al exceso y abandono la lucha por la sobriedad y la
elegancia. O puede que se refiriera a que
en vez de tratar de dominar el óleo prefiero garabatear en la comodidad de las
lapiceras de gel. En síntesis, me trató
de débil y aplastada. Podría haberle discutido, pero no es mi estilo ni mi
interés. Puede que hasta tenga
razón. ¿Y qué? Tal vez la vulgaridad es el destino final de
todo.
Y como la
asociación de ideas es mi karma, y siempre hemos discutido sobre la ordinariez
que arrastran los lunares y el liberty
en las prendas de vestir, decido jugar en otra obrita mínima y simplona con
pintas y florcitas monocromas…
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