El artista como catalizador. O el artista como cero a la izquierda.
Se supone que el artista plasma en su
obra las circunstancias de su entorno, que es un testigo de su tiempo. Que el artista percibe, decodifica y reseña
esa realidad que por tan presente nos lleva a todos puestos y que el arte
conserva para que sea interpretada allá lejos cuando las aguas se calmen. El artista como un historiador visual sin
moraleja.
O, el artista como cero a la
izquierda. El arte es lo que en este
momento conviene que sea el arte (por moda, por mercado, por commodity), es lo que hoy se impone y
por ende vende, y business son business y la variable de ajuste es el
artista. Galeristas, curadores y
críticos hacen el arte, el
artista como hacedor es una antigüedad anti-económica que hay que desterrar de
la ecuación.
¿Cómo se supone que reaccione uno? ¿Debe tomarse en serio esa finalidad
altruista de desperdiciar la vida compilando imágenes para conservarlas y
contar en un distante futuro –donde ni
nuestros huesos queden- la verdad de la época en la que nos tocó vivir? ¿O
debe rendirse a la practicidad y aceptar que más vale la fortuna hoy que la
gloria mañana y que la razón la tiene el mercado y que hay que darle al cliente
lo que el cliente pide aunque de arte no sepa absolutamente nada?
Y la peor hipótesis: cuando a uno no le
interesa ser ni catalizador ni cero a la izquierda. Cuando uno se empecina en creer que el
artista tiene un destino diferente, que puede conservar el poder de decisión
sobre sí y sobre su obra… entonces, ¿dónde
se pone? ¿Hay otro lugar desde dónde
concebir el arte? Sí, supongo, el
margen. Al margen de todo.
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