Por alguna razón (porque alguna razón debe existir aunque yo la ignore), el arte
predispone al alma para ser errática.
Sí, hay una coherencia central (el
arte), pero todo lo demás tiende a fluir, a ir y venir, a importarnos hoy para desaparecer del
radar mañana, a sufrir por media hora antes de caer, como por principio
gravitacional inevitable, en aburrida indiferencia. A desear visceralmente al
ritmo de un tic-tac que nos augura con certeza el olvido. Erráticos, dispersos,
volátiles, inconstantes. Perdidos para
la normalidad.
Cada proyecto y cada obra tienen un lapso de centralidad en nuestras vidas, después seguimos -alegremente- con lo que viene. Nadie toma a mal eso, ¿por qué el escándalo cuando lo aplicamos al resto de nuestra vida? Será puro aburrimiento, será deformación profesional, será que el arte malacostumbra a las pasiones intensas y las relaciones a temperatura de estufa nos quitan entusiasmo. Será que tenemos déficit de atención para lo habitual y lo previsible. Será que siempre estamos encubriendo las alucinaciones de inspiración creativa y propendiendo a más. Será que la soledad es infinitamente mejor que cierta compañía…
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