En mis
comienzos, la cuestión de la paleta restringida me resultaba un
absurdo, una limitación caprichosa e innecesaria al espíritu creador –libre y desbordado por definición- que
se supone signa toda acción de quien pretendiese proclamarse como un artista
auténtico.
Con los
años, uno capitula y comprende que muchos de esos conceptos que en la juventud
se desprecian por “antiguos”, pasados
de moda o meramente conservadores, tienen la contundencia de esas verdades
paradigmáticas que están ahí y ni se molestan en defender su espacio porque, al
cabo de todo, uno tienen que volver, reconocerlas
y someterse a ellas.
Aunque
parezca contradictorio, son las restricciones las que potencian la capacidad
creadora, la búsqueda de recursos internos a falta de externos, la real
originalidad. Hace un tiempo trataba de
explicarle a un artista europeo sobre la forzosa restricción general que en los
últimos años sufrimos por estos lados, con el cierre de la importación y la
disparada de precios por la inflación.
Una paleta restringida por puro (des)
mérito político.
Pero en la Argentina las crisis económicas y las
chapucerías de los gobernantes de turno son moneda corriente y uno se adapta a
una vida de a saltos y tumbos y desarrolla mecanismos de constante adaptación a
la realidad. Entonces aprendemos que siempre nos faltarán elementos, que
siempre la evolución quedará del otro lado de los océanos, que siempre vendremos
de atrás, y que el verdadero talento está en hacer lo que queremos hacer pese
a todo. El famoso (y a veces injustamente vituperado) “lo atamos con alambre”.
Será por
ese condicionamientos que uno termina internalizando el si fuera fácil no sería divertido y llega al punto que, cuando no
vienen los límites desde fuera, los impone uno mismo, alegre y voluntariamente.
Yo tengo
montones de auto-restricciones. Una con
los pinceles. Tengo muy pocos, no más de
media docena, y no compro un sustituto hasta que el anterior haya perdido por
lo menos dos tercios de su pelaje original.
Y con los óleos, uso muy pocos colores, en pomitos que trituro con una
pinza hasta agotar el último vestigio y me niego a comprarlos eligiendo de la carta de colores (supongo que
para evitar tentaciones). No uso aguarrás ni aceite de lino, diluyo con
kerosén, porque es más barato y fácil de
conseguir cuando las artísticas cierran en el barrio por falta de clientela ad
hoc.
Para
dibujar, uso apenas lápices duros comunes y un par de blandos (un número 2 y un 4 a lo
sumo), mis frasquitos de tinta china deben tener quince años lo menos y mi caja
de goauche unos veinte sin dudar.
Algunas cosas dan pena y claman por su destino final en el tacho de
basura, pero no puedo. Me encariño con
las cosas. Y no menciono el asunto de
mis caballetes porque ya esa cuestión empieza a darme vergüenza. Mi taller es un “taller restringido”, lo que
corrobora que mi antipatía inicial a la paleta
restringida ha devenido con los años en una pasión limitadora general.
Con mis Bandejas
Enmascaradas los límites fueron un similar soporte pequeño (las bandejas), la coincidencia de un
rostro de fondo y una máscara en relieve.
Sobre esas tres restricciones el juego era no sólo hacer doce versiones
distintas (tratando de no repetir ninguna fórmula) logrando un efecto
tridimensional en el conjunto que permitiera distintos ángulo de visión, sino de
que fueran realmente estimulantes en su composición y realización.
Por momentos doce me pareció mucho, como que
una docena de variaciones sobre el mismo tema era ya exagerar, imposible no repetirse. Hoy que me pierdo en pequeñas dificultades de
estructura en la # 11 (máscaras dobles,
bandeja apaisada, mucho bonete para afuera) y que la # 12 ya tiene completa su
imagen en mi cabeza, siento nostalgia adelantada por el inminente fin de este juego. Saudade (¡qué palabra hermosa!). Quizá podría variar tres o cuatro más, pero la pauta inicial eran doce trabajos así que serán estos y se acabó. El
limite también puede ser cruel, pero demuestra que obliga a exprimir las posibilidades, y en cierta forma el límite prefigura el infinito.
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