“Yo
tenía una educación digna de asegurarme una posición honorable en la sociedad,
ingenio, una buena base de instrucción literaria y científica y esas cualidades
físicas accidentales que actúan en sociedad como excelente pasaporte… (…) …Contento
con ser dueño de mí mismo, gozaba de mi independencia sin preocupar mi mente
con el porvenir. Sabía que en mi primera
carrera, al no tener la vocación necesaria, no habría podido abrirme camino más
que a fuerza de hipocresía, y hubiera sido despreciable, aunque hubiese
alcanzado la romana púrpura, porque los homenajes ajenos no le impiden al
hombre ser su primer testigo, y nunca escapamos de la conciencia.”
Giacomo
Casanova, Una Transformación –Relatos de Venecia
Puerto de Palos S.A. Buenos Aires 2005,
página 24/25.
“Yo
he seguido a una mujer…
Aquí, mi secretario me observa, en virtud del
derecho de interrumpirme a lo mejor del cuento, que se ha arrogado, si no creo
que sería más honesto (puede leerse verdad, ¿u honestidad y verdad no son una
perfecta ecuación?) decir, en vez de “yo he seguido a una mujer”: yo he seguido
varias mujeres.
No conozco nada más indiscreto, en ciertas
coyunturas, que un secretario. Ahí tienen ustedes uno de los inconvenientes de confundir las cosas con las palabras, y de
creer que, como secretario viene de secreto, un bimano de esa catadura ha de
ser siempre y constantemente un sujeto reservado.
Mi secretario murmura que “está bueno”;
porque como no lo elogio, él necesita elogiarse a sí mismo, y no se apercibe de
que me ha hecho decir varias mujeres, cuando yo solamente quería hablar de una,
que seguí en Venecia.
¡Seguir a una mujeres en Venecia!... ¡Y en el momento y a la edad que yo lo
hacía! ¡Ah!...
Ustedes no tienen idea de semejante encanto,
a nos ser que hayan tenido la fortuna de andar por allá.”
Lucio
V. Mansilla En Venecia - Relatos de
Venecia Puerto
de Palos S.A. Buenos Aires 2005, página 68.
“La
noche siguiente la pasó en Venecia. En
un arrebato infantil, había evitado ir a Venecia solamente por temor de
llevarse una desilusión al verla, pensando que sólo los sentimentales y los
turistas americanos eran capaces de entusiasmarse con Venecia, y que, en el
mejor de los casos, la ciudad era poco más que un lugar para parejas en
luna de miel, a las que atraía la incomodidad de no poder ir a ninguna parte
como no fuera en góndola, moviéndose muy lentamente por los canales. Se encontró con una ciudad mucho mayor de lo
que suponía, llena de italianos parecidos a los que había en las demás ciudades. Comprobó que podía recorrerse la ciudad de
cabo a rabo por una serie de callejuelas y puentes, sin poner pie en una
góndola, y que en los canales principales había un servicio de transporte a
cargo de motoras que era igual de rápido y eficiente que el metro, advirtió
también que los canales no olían mal. (…) …Salió en busca de un restaurante
tranquilo para cenar. Tenía que ser un
buen restaurante, pues Tom Ripley podía darse el gusto de cenar en un sitio
caro por una vez. (…) Cruzó un puente
pequeño y arqueado y se metió en una calle muy larga y estrecha llena de tiendas
de artículos de cuero y camiserías. Vio
escaparates relucientes de joyería que parecía salida de los libros de cuentos
leídos en sus años infantiles. Le
gustaba que en Venecia no hubiera automóviles.
Eso le daba a la ciudad un aire más humano…”
Patricia
Highsmith, El talento de Mr. Ripley Editorial Anagrama S.A. Chile 2004, pág. 201/202.
“Seguí
en mi absurdo apuro hasta una tarde de fines de diciembre, en que por un canal,
en una góndola (ahora me pregunto si no fue en una lancha cargada de turistas y
equipaje ¡qué importa!), entré en Venecia y me encontré en un estado de ánimo
en que se combinaban, en perfecta armonía, la exaltación y la paz. (…) Mientras dos o tres gondoleros reclamaban mi
atención con gritos y ademanes, en una lancha se alejaba un arlequín. Resuelto, no sé muy bien por qué, a no
traslucir mi asombro, con indiferencia pregunté a uno de los hombres cuánto
cobraba por un viaje al Rialto y entré con paso vacilante en su góndola. Partimos en dirección opuesta a la que
llevaba la máscara. Mirando los palacios
de ambos lados del canal reflexioné: “Parecería que Venecia fue edificada como
una interminable serie de escenarios, pero ¿por qué, lo primero que veo, al
salir de mi hotel, es un arlequín? Tal
vez para convencerme de que estoy en un teatro y subyugarme aún más. … fue necesario
que me cruzara con más de un dominó y un segundo arlequín para recordar que
estábamos en carnaval. Le dije al gondolero que me extrañaba la abundancia de
gente disfrazada a esa hora. Si entendí
bien (el dialecto del hombre era bastante cerrado) me contestó que todos iban a
la plaza San Marcos, dónde a las doce había un concurso… (…) Tal vez me tuviera por un ignorante,
porque nombraba, silabeando para ser más claro, las máscaras que veía.
-Po-li-chi-ne-la. Co-lom-bi-na. Do-mi-nó.
Desde luego pasaron algunas que yo no hubiera
reconocido: Il
dottore, con lentes y nariz larga, Meneghino, con una corbata de tira blancas, otra
francamente desagradable: la peste o la malattia y una que no recuerdo bien, llamada Brighella o algo así.”
Adolfo
Bioy Casares, Máscaras venecianas Alianza
Editorial S.A. Madrid 1994 pág. 18/20.
¿A dónde
acudo yo en búsqueda de inspiración (de
provocación, de zarandeo interior, de empujoncito al delirio más o menos “controlado”)? Parece una redundancia: voy a mi
biblioteca. Y si no se me ocurre nada,
al menos tengo una excusa elegante para perder el rato entre mis libros,
buscando esa cita que creo recordar, releyendo páginas conocidas, jugando mi
juego favorito de vincular un texto con otro.
Y a veces
funciona. La # 10 tomó forma
solita. Será una versión de la tradicional
máscara de Casanova, por ende, un trabajo alegre y sensual, frívolo,
estimulante. Me sorprendió que hubiera
aun tanto para experimentar sobre la misma idea. A veces sólo se trata de saber
dónde buscar.
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