martes, 7 de julio de 2015

     Sobre la fagocitación de traumas, complejos y parafilias como sustento de la visión creativa (o sobre la inspiración).



     Hace ya muchos años, otro artista -en un cruce social y circunstancial- me comentó que estaba yendo al Rojas, a un curso de inspiración.  El Centro Cultural Ricardo Rojas significaba para mí en ese momento dos verdades contundentes: uno) era el lugar de vanguardia donde “pasaban” las cosas, y  dos) esas cosas no me iban a pasar a mí ya que durante tres años consecutivos habían rechazado mis carpetas y diversas postulaciones a su espacio expositivo.  Puede ser que por eso yo entendiera que él iba a un curso de “respiración” y diera por hecho que lo que hacía era yoga u otra de esas disciplinas medio místicas por el estilo (que también se impartían en el Rojas, en una mistura kirtch cultural,  hippie y levemente zurdosa).

   Mucho después me sacó de la confusión burlándose con amargura del tiempo perdido en esa experiencia fallida, ya que la inspiración no era algo que pueda amaestrarse como a un perro faldero. Me abstuve de decir que no me extrañaba que nada aprendiera pero que sí me dejaba de piedra el que inicialmente creyera que algo así pudiera enseñarse. La inspiración es materia fuera de currícula, carece de manual y de repertorio fijo, ¿cómo puede alguien creer seriamente que le van a enseñar a inspirarse?    



     Discutimos sobre eso entonces y lo hemos seguido haciendo con el correr de los años.  Reconozco que todos vamos elaborando sistemas internos y personalísimos para alimentar y sostener nuestra capacidad creativa, que indagamos en  concreto de dónde nos vienen las ideas para apuntalar ese sector de la psiquis.  Pero es algo muy de uno, y que difícilmente funcione (o se entienda) por fuera de nuestra particular existencia.


     En mi caso, mi creatividad está amarrada fuertemente a mi memoria visual, lo que atribuyo a mi condición natural de dibujante.  Quien dibuja observa, constantemente, todo su entorno.  Se mira, se analiza, se conserva la imagen.  Y ese archivo puede entrar en ciertos momentos en cortocircuito y generar una imagen nueva, única, derivada de mezclas y superposiciones, que se transforma en la visualización de esa obra inexistente  que debemos de inmediato concretar en tela o en papel.  Supongo que el disparador también tiene que ver con recuerdos, aunque quizá ya no sean visuales sino emocionales, porque surge una necesidad  física de hacer, de emprender la acción creativa.



    
  Ahora bien, ese archivo interno existe  con independencia de nuestra voluntad y difícilmente controlamos los sentimientos que nos arrastran en vorágines que suelen ser inoportunas la mar de las veces.  Esos cortocircuitos son ingobernables, lo máximo que puede uno hacer es dedicarle espacio para que se produzcan,  garabateando sin propósito, jugando con los colores, a la espera de que ese click  mágico se produzca y por un instante ver con claridad lo que no existirá hasta que nos pongamos a hacerlo.  
     
     La inspiración es la convicción en ese futuro que como presente no existe, el dar por hecho lo que todavía no hicimos.  Como un déjá vu  pero al revés, la bola de cristal, una epifanía (si, ya sé, más bien una alucinación psicótica), la profecía de lo que habrá de ser.





















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