viernes, 25 de septiembre de 2015

    Escuchaba hace unos días en la radio que era aconsejable desafiar al cerebro como terapia preventiva del Alzheimer.  Evitar el achanchamiento cómodo de lo conocido.  Que el horizonte sea un balcón, como canta Sanz.

     Así que tomo los arrebatos de frustración e ira que me provoca el Conejo con reloj aliciano como tratamiento terapéutico para agilizar mis neuronas, aunque se me deteriore el carácter y extinga el buen humor.

    Mi Conejo es reacio al equilibrio.  No hay forma de convencerlo.  Los juegos de contrapeso son precarios y apenas duran lo que tardo en agregar una pincelada espesa en una u otra dirección.  Como el buhito del Candy Crash, tengo que alternar un toque rosa en la nariz con una veta blanca en el pompón del rabo porque si no ¡panzazo!  Otra vida perdida…







     Reconozco que hay cosas que me sí me gustan (aunque ninguna de ellas contribuya al equilibrio).  El posicionamiento de los ojos, el sombreado de las pestañas, los bigotes que quedaron sorpresivamente simétricos.  Las manos que si en volumen vamos que venimos y no dejo de retocar, la gestualidad está cerca de lo que buscaba. 






  
     Y está el asunto de las texturas.  Es interesante comprobar cómo siguen vigentes las palabras que me dijera un viejo pintor de Lanús  cuando, siendo muy chica, lo mío era pintar sólo gatitos: “Que el pincel vaya en la dirección del pelaje; pintalo como si lo estuvieras acariciando.”  Con mi Conejo no es el pincel sino el aplicador de pintura dimensional, pero el truco funciona igual: ir en el sentido –presunto- del pelo de un conejo.  Texturiza y sugiere sombras y profundidades (a más de disimular uniones y defectos de la cartapesta).




     Como con mis Bandejas Enmascaradas, la cuestión sigue siendo los dichosos ángulos y los variables puntos de vistas, que en el Conejo hay 360 grados de posibilidades.





     Le falta trabajo todavía, pero supongo que mi cerebro demasiado acomodado al papel plano ha tenido suficiente zarandeo como para permitirme la licencia de volver por un rato a la placidez segura de las dos dimensiones.  Dibujar como recreo.


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