Escuchaba hace unos días en la radio que era
aconsejable desafiar al cerebro como terapia preventiva del Alzheimer. Evitar el achanchamiento cómodo de lo
conocido. Que el horizonte sea un balcón, como
canta Sanz.
Así que tomo los arrebatos de frustración
e ira que me provoca el Conejo con reloj aliciano como tratamiento terapéutico
para agilizar mis neuronas, aunque se me deteriore el carácter y extinga el
buen humor.
Mi Conejo es reacio al equilibrio. No hay forma de convencerlo. Los juegos de contrapeso son precarios y
apenas duran lo que tardo en agregar una pincelada espesa en una u otra
dirección. Como el buhito del Candy
Crash, tengo que alternar un toque rosa en la nariz con una veta blanca
en el pompón del rabo porque si no ¡panzazo! Otra vida perdida…
Reconozco que hay cosas que me sí me gustan
(aunque ninguna de ellas contribuya al
equilibrio). El posicionamiento de
los ojos, el sombreado de las pestañas, los bigotes que quedaron
sorpresivamente simétricos. Las manos
que si en volumen vamos que venimos y no dejo de retocar, la gestualidad está
cerca de lo que buscaba.
Y está el asunto de las texturas. Es interesante comprobar cómo siguen vigentes
las palabras que me dijera un viejo pintor de Lanús cuando, siendo muy
chica, lo mío era pintar sólo gatitos: “Que el pincel vaya en la dirección del
pelaje; pintalo como si lo estuvieras acariciando.” Con mi Conejo no es el pincel sino el
aplicador de pintura dimensional, pero el truco funciona igual: ir en el
sentido –presunto- del pelo de un conejo.
Texturiza y sugiere sombras y profundidades (a más de disimular uniones
y defectos de la cartapesta).
Como con mis Bandejas Enmascaradas, la
cuestión sigue siendo los dichosos ángulos y los variables puntos de vistas,
que en el Conejo hay 360 grados de
posibilidades.
Le falta trabajo todavía, pero supongo que
mi cerebro demasiado acomodado al papel plano ha tenido suficiente zarandeo
como para permitirme la licencia de volver por un rato a la placidez segura de
las dos dimensiones. Dibujar como recreo.
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