Voy a
contradecirme con conciencia de contradicción: ser autodidacta es una bosta. Me explico.
Mi
formación ha ido conmigo desde el vamos, siguiendo el camino de mis
preferencias y afinidades lógicas. Como
dibujante natural, arranqué por el dibujo y acabé en la pintura. La pata floja de este asunto ha sido siempre
lo tridimensional: me debo la escultura. Alguna vez pensaron que era un chiste
estúpido mi afirmación de que me adiestré para ver todo en dos dimensiones,
pero es absolutamente así. Yo miro y veo
sólo en alto y ancho, y trato de descubrir cuál es el truco de la luz y la comba de la línea que me convencen de que
la persona u objeto que tengo en frente tiene volumen. El universo es plano, el resto es trompe
l´oeil.
Resulta
que estoy colaborando con una amiga en la ambientación de un evento cuya temática
es Alice
in Wonderland. Cuando me lo propuso
entré en una especie de éxtasis alucinatorio.
Alicia ha sido desde siempre una de esas historias que
acompañan y signan mi existencia. Obviamente,
esto no tendrá nada que ver con mis Alicias, las iniciáticas…
Las mutantes…
O las que aguardan la Entrevista con el Vampiro…
Mi serie
de Alicia
no tendrá nada que ver con la recreación onírica de los personajes de Lewis Carroll aggiornados a una fiesta
familiar. Pero sigue siendo la
posibilidad de jugar con licencia amplia con esos viejos amigos de toda la
vida. Y acá estoy, descubriendo que me
falta formación escultórica. Aunque sea con
cartapesta y papier maché, aunque me permita los trucos que conozco para suplir
estructuras bases que ignoro, la tercera dimensión me desconcierta. Me pierdo, me distorsiono, ¡me frustro! Por algo que logro hay un revoltijo de brazos
y patas que pierden proporción, una cabeza que no se inclina según la
naturaleza y toda una figura que en vez de quedar de pie se empeña en irse de
panza.
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