martes, 22 de septiembre de 2015




     No hay mal que por bien no venga, dice el refrán que es refrán porque es una obviedad  todoterreno.  Esta peste que me ha tirado dos días en cama, que me amenaza con su larga compañía, y que desbarató con crueldad todo mi plan de trabajo (aprontar la base de mis plagiarias Cuatro Estaciones amarillas para laquear y luego arremeter con óleo; terminar la primera etapa de mi Conejo con reloj para dejar el ajuste de color y detalles al tiempo de cierre de toda la puesta), me dio un bache para el regodeo literario y el análisis crítico.

     El último viernes, siguiendo mi religioso ritual de apostar a la magia (o al destino), revolviendo los cajones de usados de una librería de calle Corrientes topé con dos policiales de autor italiano: Maurizio de Giovanni.  No tenía referencia de él, pero la reseña de la contratapa me lo reveló como el creador del Comisario Ricciardi y de una trama situada en Nápoles en 1931 bajo el esplendor del fascismo. 

    Siempre dispuesta a conocer gente nueva –mientras sea de papel- me traje los dos títulos que había.  El apestamiento que me obligó a mantener la cabeza bajo varias almohadas rehuyendo de la luz me dio tiempo en los  baches que recuperé la capacidad de abrir el ojo sano (mi ojo con uveítis sabe independizarse y permanecer cerrado sin que requiera mi atención) para dedicarme a la lectura.  Cuando me agotó el cansancio de mi forzada condición de cíclope, la inacción a oscuras me permitió demorarme en el análisis literario y en ese delicioso juego de la intertextualidad.




    Mi nuevo conocido, el Comisario Ricciardi, no sólo ve sino que escucha a los muertos en su última manifestación de vida.  La referencia inmediata es Charlie Parker, el personaje (ex policía, detective privado en Maine) de John Connolly.  ¿Quién copia a quién?  Diría que De Giovanni a Connolly, porque de Charlie Parker ya he leído media docena de títulos, circulan varios más, y es un best-seller a lo americano de lo más publicitado.  Pero Connolly es casi diez años más joven que De Giovanni, por lo que uno tiende  a pensar que quién corre detrás mira al de adelante.  Pero la realidad es que aunque los personajes pueden referir a un canon común (“veo gente muerta” como el nenito de Sexto Sentido) el desarrollo de cada escritor es completamente distinto y fascinante a su única y personal manera.

      Connolly es irlandés  -aunque ahora esté radicado en EEUU, escriba en ese contexto y su personaje sea norteamericano-, y su carga poética se le cuela en cada frase.  Charlie Parker es un personaje romántico, decadente, torturado pero con fe, alguien que vive en la oscuridad pero aspira a la luz.  Charlie Parker es –como su autor describe en uno de sus títulos más complejo y místico- uno de los ángeles caídos.  En cambio, el Comisario Ricciardi es…  italiano.  Tal y como son los italianos que he conocido en Baires, esos que emigraron tras la guerra: duros, práctico, poco sentimentales, carentes de paciencia y sutilezas sociales.  El Comisario Ricciardi es también un ser torturado pero sin esperanza, triste y visceral,  un personaje carente de vuelo poético, absolutamente terrenal.  Uno y otro hablan con los muertos (de hecho, los escuchan) pero fuera de esa coincidencia son completamente distintos y sus autores dos magníficos escritores que partiendo de un mismo punto desarrollan universos propios y claramente identificables.




    En esta medio ceguera que me malhumora y me demora en mis cosas, he estado deleitándome con el descubrimiento de un nuevo autor al que habré de perseguir hasta obtener toda su producción.  Concluí en uno de mis tantos análisis en forzada oscuridad que debo leer más autores italianos, ya que hay muy pocos en mi biblioteca (y no cuento a Eco, porque este ya es un pariente y su estilo me es tan natural que no le reconozco nacionalidad).

     Es un hecho que la obra de un autor destila su  realidad, su país, su tiempo; que si uno lee con cuidado y la cabeza abierta se puede descubrir la idiosincrasia real de los pueblos a través de su (buena) literatura. Y jugar después a la inversa: leyendo un texto tratar de descubrir la identidad de su autor por la forma en que cuenta su historia.  En las artes plásticas es fácil (al menos para los que nos dedicamos a ella) descubrir nacionalidades viendo la obra de distintos artistas (tanto por el uso del color, los estilos, las posturas ideológicas en el discurso); pero si uno presta atención en la literatura pasa lo mismo.  Será que uno es siempre quién es, y si es honesto y auténtico en su obra –plástica o literaria- se nota.  Tal vez esa sea la meta real de cualquier creador: deschavarse.

   Y tratando de poner al mal tiempo buena cara (la peste me vuelve decididamente cursi), ya que no podré pintar en la medida que quiero -la uveítis me impide la minuciosidad y los largos ratos de trabajo- voy a desquitarme estos días completando mi biblioteca.





Post data: si alguien lee esto y le entra curiosidad por un policial entretenido y bien escrito, los de John Connolly son un número seguro. Y si lo esotérico de la trama puede en algún momento agobiar, se compensa con dos personajes habituales, Angel y Louis, asesinos ellos redimidos en violentos vengadores éticos, absolutamente cínicos e implacables, leales amigos de Charlie Parker y consolidada pareja gay, que son, a mi humilde criterio, unas queribles criaturas literarias destinadas a la inmortalidad.  Soberbios.







No hay comentarios:

Publicar un comentario