Así pasan las cosas. No se suponía que tenía que ver conmigo, yo
estaba ahí sólo para cubrir la parte legal y revisar los eventuales contratos
que se suscribieran. De pronto estaban
todos discutiendo, a los gritos y con acusaciones histéricas que no oí porque
no era asunto mío oírlas. Cuando finalmente
me resigno a la sinrazón y junto los bártulos para irme, ante la evidencia contundente
de que no iba a cerrarse ningún acuerdo en ese lugar y entre esas personas, misteriosamente
me convertí en el centro exclusivo de atención.
El silencio repentino en el que me observaban propendía a mi
intervención, aunque yo no tuviera nada que decir a esas alturas. Debería haber saludado y salir sin más. O tal vez haberlos reprendidos con tono de
madre harta por hacerme perder el
tiempo. O haberles aconsejado,
sabiamente, madurar de una buena vez. Pero me ganó la vergüenza ajena; el ridículo que todos estaban haciendo con sus
peleas infantiles me conmovió y no pude evitar decir, como si esa hubiese sido
mi cierta intención: “Voy por café, bajamos un cambio y pasamos en limpio lo que quieren que
registre en el convenio.”
Y tuve
que ir a buscar café, como si fuera la secretaria. Debería haber hecho un desplante, digno y
profesional, y acabé jugando a la maestra jardinera que compone los enojos de
críos caprichosos. Perdí todo el día
para hacer algo que con dos horas hubiera sobrado. Terminé con una contractura en el cuello, un
retraso imperdonable en todos mis otros compromisos y en un cansancio visceral que
me incapacitó afrontarlos en el apuro. Y la reiterada convicción de que me tengo que
retirar YA de este trabajo. El
tiempo (propio) es la mercadería más escasa
y preciada, y yo lo estoy desperdiciando de un modo negligente y exagerado. Compatibilizar dos vidas se me está volviendo
duro y cada vez me cuesta más entender por qué lo sigo haciendo. ¿Cuál se
suponía que era la razón para sostener la dualidad entre lo que soy y lo que hago? Exceso de sentimentalismo, tal vez. O un perverso sentido del humor que fila el masoquismo.
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