Compromisos ineludibles y domésticos me alejaron durante 48 horas de mi centro geográfico (el Obelisco, el real rapa-nui), yendo a parar a 600 kilómetros de mi universo en playas de un mar frío y bravo que me genera muy poca simpatía. Me disculpo explicando que por herencia genética mi sangre india rememora las calideces de Guanahaní y el Atlántico sur será imponente pero ciertamente helado.
Afortunadamente, aledaño a las playas, el pequeño pueblito turístico contenía un enorme local de venta de libros y revistas viejas donde mitigar mi angustia por la distante civilización. El revoltijo conservaba muchas ediciones viejas de los años sesenta y setenta, bien conservadas, que delataban el acopio de alguna interesante biblioteca de alguien que prefería los autores españoles por sobre la bestsellería americana. Mucho libro de programa escolar, por lo que probablemente su original dueño fue maestro o profesor de escuela secundaria. Podría haberme pasado semanas hurgando en los anaqueles, pero mis obligaciones “sociales” me impedían tal disfrute. Así que, con la práctica que dan los años de hábil cazadora bibliófila, concentré mi atención en buscar La Presa de las presas. Qué no encontré. Pero sin mucho que hacer en mi forzado retiro de sociabilidad me dediqué a analizar el origen y fin de mi pulsión incontrolable a revolver librerías.
Entre muchas otras cosas –tal vez más ingratas aun- mi infancia pasó rodeada de albañiles y obreros varios. A mis seis años nos mudamos a una casa que fue construyéndose –mal y de a parches- con nosotros dentro. La convivencia con distintos trabajadores de la construcción se extendió perversamente, como suele ocurrir normalmente, casi por diez años. Creo haber rondado los once o doce años de edad cuando uno de los tantos albañiles que se fue para no volver olvidó, en el galpón donde se cambiaban, guardaban sus cosas y solían almorzar, un pequeño librito sin tapa y al que le faltaban las primeras y las últimas hojas. De esos libros que se encuadernan cocidos, por librillos de unas veinte hojas cada una, por lo que el librillo inicial y el final habían desaparecido junto con las tapas. Yo lo encontré y lo leí con avidez.
Eran cuatro cuentos policiales escritos desde la visión del asesino, quien tras un rápido planteo de las razones psicológicas que lo obligaban a ello cometía el crimen y luego sufría la investigación que irreversiblemente lo descubría y condenaba. Eran deliciosos, aunque del primero perdí el inicio y del último el final. Y, obviamente, en ningún lado figuraba ni el autor ni el título de la obra.
Jugando a obvia psicoanalista, resulta claro ver en este librito diezmado mi afición por los policiales. Lo he buscado desde entonces entre la literatura del género, convencida que en algún momento me lo reencontraría completo. Lo debo haber leído una docena de veces antes de que desapareciera, probablemente entre diarios viejos que alguien tiró sin reparar que ese mutilado montoncito de papel era, pese a todo, un libro y mi favorito.
Con los años googlié los datos que recordaba: en el primer cuento había una Nausicaá que era la secretaria de un detective sin memoria (a lo Monk de Anne Perry, pero más poéticamente border) y el asesino Yehuda Harnett (creo que así se escribía), cultor del “yoprimerismo”. Pero nunca logré recabar más datos.
Hoy sigo buscándolo.
Cuando en las librerías de viejo de calle Corrientes voy a los cajones del fondo, donde acumulan el material viejo y maltratado, me detengo en los señalados “policiales” y revuelvo con cuidado, recordando el tamaño de mi presa, sabiéndolo de papel amarillento, un autor desconocido en mis lecturas y la seguridad de que con leer un par de frases voy a reconocerlo de inmediato.
El olvido de ese albañil lector provocó el nacimiento de mi biblioteca de policiales. Y fue la causa del grandioso disfrute que he tenido desde entonces tanto con la lectura como con la búsqueda de mi Santo Grial.
Sé que algún día voy a reencontrarme con ese librito, pero realmente no tengo apuro. Buscarlo es una placentera misión que me justifica esas horas de olor a papel viejo y mucho polvo que suelo disfrutar, entre anaqueles atiborrado de libros o cajones con acopio desordenado, y que ha provocado el descubrimiento de muchos otros autores y textos maravillosos. Debo a un completo extraño y a un libro roto gran parte de la persona que soy hoy.
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