sábado, 22 de febrero de 2014

 


     Con auténtico espíritu gatafloril, me complico la vida para no poder hacer lo que quiero hacer porque –supongo- quiero hacer algo distinto. ¿Suena incomprensible? Será porque ES incomprensible. Llevo años tratando de perfeccionar mi técnica, de pintar piel que recuerde a piel, que suene a piel, que huela a piel, que sepa a piel. Que se sienta como piel al tacto de la mirada. Pero como si esa búsqueda no fuese suficiente, tengo que ponerle novedosos obstáculos. Lejos de trabajar sobre soportes normales (papel, tela, tabla) tuve que alistar un soporte de pegotes de papeles con texturas y traicioneramente absorbentes (papel de cocina y servilletas de papel). ¿Por qué? ¡Quién sabe! Esas cosas que se me ocurren y hago y después son una realidad y ya no hay con qué darle. Y sobre este soporte desparejo, no del todo tenso, con irregularidades y baches, pretendo trabajar mi tercer Santa Inquisición, la americana. ¿Cómo lograr piel, aunque sea masculina, sobre tan ingrata base? El pincel no corre, la pintura no cubre según mi intensión, los bordes no se definen y el kerosene (oh, sí, pintamos sobre papel absorvente con kerosene…) se escurre y gotea y enchastra y me desquicia. Insisto: ¿por qué?






     Mi voz rubia, la amable y leal, me susurra que yo sé por qué lo hago. Que hay una buena razón. Estoy peleando con uno de mis más feroces fantasmas personales: el de la rigidez de mi pintura. Por debilidad a mi rubia o porque sencillamente tiene razón, acabo reconociendo que algo de eso hay aunque no lo tenga muy a nivel consciente. Sólo soy una buena dibujante y pese a mi empecinamiento por pintar, nunca he dejado de ser básicamente una dibujante que pinta. Y pinto como dibujo: con demasiado control, con demasiadas líneas, demasiado obsesivamente. Me lo han dicho muchas veces, pero es más que eso: yo lo sé. A mi pintura le falta gracia y dejadez. "Plasticidad". La trampa de dificultarme el soporte (cartones rugosos, papel artesanal, papeles superpuestos como una carta-pesta tosca y chapucera) es sólo para que no me sea fácil “dibujar” con el pincel, que tenga que resignarme a la falta de precisión. Un autoboicot a mi exactitud, a mi dominio de la línea.






     De acuerdo: me complico en el afán de dominar mis limitaciones y obligarme a superarlas. Pero como gata flora asumida nada me viene bien: tanta complicación que me autoinfrinjo me enoja y me frustra y por momentos quiero mandar todo al diablo y volver a la comodidad de mis límites. ¿Por qué hay que avanzar? ¿Por qué hay que pretender más? ¿Por qué no puedo quedarme donde estoy haciendo lo que sé hacer y que me da alguna que otra satisfacción? Porque no, ya sé. Porque no. La tibia calidez de estufa que nos tiene que hacer cruzar los índices al clamor del ¡vade retro!

     Pero a veces, como hoy, cuando no logro avanzar en el trabajo, cuando la imagen me decepciona y el físico no me da para la insistencia prolongada frene al caballete, me pregunto porque no puedo permitirme el rendirme. Aunque más no sea por un rato. Aunque no sea en serio.





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