jueves, 1 de noviembre de 2012





   


     Tras el reconocimiento de mi orfandad de terapia, tuve que soportar múltiples reproches por mi (¿sinceridad?) negligencia de no contar con debido sostén terapéutico para sobrellevar la vida. De hecho ya no tengo tiempo ni para vivir, dispensar cuarenta minutos a la semana a actividad alguna, por salvífica que resulte a mi psiquis, me es materialmente imposible. A los “bien intencionados” que apuestan a mi escasa sobrevida sin el auxilio del psicoanálisis, diré que mal que mal lo vengo llevando y suplo esa ausencia imperdonable con un poco de literatura ad hoc. A fin de demostrarlo, hurgué apurada en mi biblioteca a fin de citar algún texto oportuno (Freud, Lacan, Fromm), pero no encontré nada a mano y sí me topé con lo que transcribo:






   "-¿Y usted a qué se dedica?- me había preguntado, ahora lo sé, con simpatía. (…) -Estudio. -¿Va a la universidad o estudia? -Aunque le parezca extraño, una cosa no está reñida con la otra. Estoy acabando una tesis sobre los templarios. -Que horror- dijo- . ¿No son cosas de locos? -Yo estudio a los verdaderos templarios. Trabajo sobre los documentos del proceso. Pero, ¿qué sabe usted de los templarios? -Trabajo en una editorial, y por una editorial pasan cuerdos y locos. La función del redactor consiste en reconocer a los locos con una ojeada. Cuando alguien empieza a hablar de los templarios, casi siempre está chalado.” 

Umberto eco, El Péndulo de Foucault, pág. 91.






     “Mientras pisoteaba las cucarachas que corrían por la cama, no pude menos que recordar la celda del manicomio, tan higiénica, y confieso que me tentó la nostalgia. Pero no hay mayor bien, dicen, que la libertad, y no era cuestión de menospreciarla ahora que gozaba de ella. Con este consuelo me metí en la cama y traté de dormirme repitiendo para mis adentros la hora en que quería despertarme, pues sé que el subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador.” 

Eduardo Mendoza, El misterio de la cripta embrujada, Planeta S.A. Barcelona 1985, pág. 38.






     “Ya no oigo mis voces, de modo que ando un poco perdido. Sospecho que sabrían contar mucho mejor esta historia. Por lo menos, tendrían opiniones, sugerencias e ideas definidas sobe lo que debería ir al principio, al final y en medio. Me indicarían cuándo añadir detalles, cuándo omitir información superflua, qué es importante y qué es trivial. …a veces no estoy seguro de que algunos incidentes que recuerdo con claridad ocurrieran de verdad. (…) Ése es uno de los principales problemas de estar loco: nunca estás seguro de las cosas. (…) Ahora, en lugar de su agotadora cacofonía, tengo medicamentos para prevenir su regreso. Una vez al día tomo diligentemente un psicotrópico, una pastilla oblonga de color azul que me deja la boca tan seca que, cuando hablo, sueno como un viejo fumador empedernido o como un sediento desertor de la Legión Extranjera que ha cruzado el Sáhara y suplica un sorbo de agua. Le sigue de inmediato un elevador del ánimo de sabor amargo para combatir la esporádica depresión perversa y suicida en la que, según dice mi asistente social, es probable que me sume en cualquier momento con indiferencia de cómo me sienta. De hecho, creo que podría entrar en su despacho dando botes de alegría y exaltación por el rumbo positivo de mi vida, y ella seguiría preguntándome si he tomado la dosis diaria. Esta pastillita cruel me estriñe y me hincha por retención de líquidos, como si llevara puesto un manguito de medir la tensión arterial ceñido en la cintura en lugar del brazo izquierdo. Así que tengo que tomar un diurético y también un laxante para aliviar los síntomas. El diurético me provoca una migraña terrible, como si alguien especialmente cruel me golpeara la frente con un martillo; combato ese efecto secundario con analgésicos con codeína mientras corro hacia el lavabo para resolver el otro. Y, cada dos semanas, me inyectan un potente agente antipsicótico en el ambulatorio, donde me bajo los pantalones ante una enfermera que siempre sonríe de la misma forma y me pregunta en un tono idéntico cómo estoy, a lo que yo contesto que bien, tanto si lo estoy como si no, porque tengo bastante claro, incluso a través de las diversas nieblas de la locura, de cierto cinismo y de los fármacos, que le importa un comino pero lo considera parte de su trabajo. El problema es que el antipsicótico, que me impide toda clase de conducta maligna o despreciable, o al menos eso me dicen, también me produce un ligero temblor en las manos, como si fuera un nervioso defraudador que se enfrenta a un inspector de Hacienda. También me provoca un ligero rictus en las comisuras de los labios, de modo que tengo que tomar un relajante muscular para impedir que la cara se me convierta en una máscara que asuste a los niños del vecindario. (…) Era más fácil, con mucho, cuándo aún era joven y lo único que tenía que hacer era escuchar las voces. La mayoría de las veces ni siquiera eran tan malas...” 

  John Katzenbach, La Historia del Loco, Ediciones B S.A. Barcelona 2004, pág. 13/15








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