viernes, 27 de noviembre de 2015

     Somos, pese a nuestros más íntimos deseos, consecuencia de la educación que recibimos en nuestros primeros años.  Yo –como casi todos los de mi generación- fuí adoctrinada por las Máximas para Merceditas, una especie de mandamientos laicos, un poco misóginos y ciertamente más propios de la vida militar que de la intelectual, confeccionados por nuestro prócer supremo, el General José de San Martin, y ante las cuales no puede objetarse nada.  Sólo admiración y respeto.  Las “Máximas para Merceditas” fueron nuestro código deontológico y lo absorbimos desde primer grado junto con las vocales y el “mi mamá me mima; Ema ama a mamá”.



     Todo bien, ¿quién puede discutir a San Martín? Sólo que entre sus máximas y las del catecismo obligatorio de entonces, uno tuvo una infancia muy poco dada para salirse de los márgenes.  Y esa formación inicial hace que uno tienda, casi de modo inconsciente, a ir por la vida generándose reglas que cumplir cuando podría perfectamente ir al tum-tum sin ningún tipo de remordimiento.    La famosa culpa judeo-cristiana mixturizada con el deber patriótico -siempre fallido- que afecta hasta a los ateos levemente anarquistas como yo.



     Yo me he codificado mi libro gordo de las reglas, mis “Máximas para mí”, pero como es lógico (uno no genera algo distinto a lo que es) mis máximas se caracterizan por ser absolutamente contradictorias ente sí.  Un jolgorio.

     Entre mis máximas está la de  “todo puede ser”.  Y la de “no todo es lo mismo”.  Las preguntas clásicas de ¿cuál es la verdad?”  “¿quién sabe?”  y  “¿a quién le importa?”.     Y la máxima rectora de las otras: “…y todo lo demás es literatura.”




     Hace pocos días trataba de mantener una discusión dentro de los límites de la buena educación.  "La buena educación ante todo" es otra de mis máximas.  Y mientras estoicamente permitía que las burradas arrogantes de mi interlocutor se sucedieran una tras otras, mis máximas de “¿tiene sentido sostener la buena educación ante un maleducado?”, “hablemos siempre en el mismo idioma si nos queremos entender”  y “¿vos y cuantos más?” (ésta última, máxima necesaria para una mujer que tuvo que salir a la calle solita desde muy chica, siendo de baja estatura, menuda y aspecto inofensivo), se me alborotaban a un tiempo en la cabeza.

    ¿Por qué pretender que somos todos iguales y que profesamos un absoluto respeto a las ideas ajenas cuando realmente creemos que el otro es un estúpido y sus ideas no pueden estar más equivocadas?  Por buena educación.  Por ser políticamente correcto.  Porque como no somos dueños de la verdad quizá la tenga el otro.  ¿Porque nos hemos embrutecidos al extremo de aceptar nivelar para abajo con tal de lucir civilizados? 


     No me gusta discutir, mucho menos hacerlo ya en tenor de pelea (las peleas las entiendo definitivas, sin vuelta atrás, lo que habilita a que uno diga y haga cosas de las que seguro se arrepienta –no por falsas sino por groseras-).  Entonces, si uno sabe que hay personas con las que es imposible no discutir sin llegar al deseo visceral de destruirlo físicamente y hacer desaparecer el cuerpo (lo que una rechoncha biblioteca de policiales asegura con  eficacia), ¿no es más simple salirse elegantemente del juego?  ¿Dejar de sociabilizar con ellas, cortarles el saludo, bloquearlas en las redes, evitar su círculo de amistades, desterrarlas definitivamente de nuestro universo?  

     ¿Realmente nos volvemos unos maleducados por propiciar su exterminio dentro del marco de nuestra realidad personal?  ¿No estamos ganamos tiempo (para ambos) y salud (propia)?  

      Hasta puede aplicarse la máxima: “respeto por completo tu derecho humano y constitucional a la ignorancia y a la estupidez, y te dejo ambas en exclusiva para que la disfrutes por el resto de tu vida”.


























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