Lo bueno
de lo malo es que, como todo, en algún momento llega al final. Esta frustración y fastidio de que a cada
intento de arreglo destruyo algo más termina cuando ya no queda tiempo y hay
que aprontarse para el traslado al lugar del evento.
Mi Gato
de Cheshire no puede pararse solo y a mi último intento de reparación
acabó derrumbándose sobre la hornalla a la que lo había acercado para apresurar
su secado. ¿Cuántas crisis nerviosas
puede uno tener sucesivamente? ¿Hay estadísticas? Mi amiga encontró una sabia solución (a mi
histeria y al gato díscolo) y planea montarlo sobre un árbol, con lo que gracias a un par de sutiles agujeritos y un poco de
alambre la cuestión de su estabilidad pasó a la intrascendencia.
La laca
siguió amarilleando las piezas de ajedrez, pero ella -¡santa!- me consuela asegurando que con un hábil
juego de luces todo se volverá presunto efecto intencionado. Lo dejo en sus manos, ella sabe y yo me he
vuelto absolutamente torpe en mis desesperados amagues de perfeccionismo
chapucero.
Me
despido de todos ellos. Vayan, luzcan
lindos, disimulen los defectos, hagan felices a esas personas que desconozco
pero a las que les deseo que por un ratito se sientan sumergidos en el mundo
maravilloso de Alicia.
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