Volví a perderme deambulando lánguidamente
por el British Museum. Cuando logro despabilarme del placer absoluto
que me provoca el lugar, concluyo que los artistas no sólo ejercemos la
profesión más antigua sino también la más constante a través de los tiempos.
Fue un
artista –o varios trabajando en equipo-
el que pintó los sarcófagos de la alta realeza egipcia del Antiguo Imperio; el
que tallo los rulos de las barbas de los toros alados de Asiria, el que esculpió exquisitamente los centauros de los frisos
del Partenón. Fueron artistas los que realizaron las elegantes
pinturas ornamentales del múltiple menaje griego y romano. Anónimos pero artistas.
Cuando en un museo como el Británico uno pasa de salas y de épocas
con tanta facilidad, puede apreciar el hilo conductor de la estética a través
de los años. A veces en evolución y otras veces en decadencia, pero siempre la
belleza ha sido necesaria aun en lo más cotidiano como una cuchara. Siempre ha sido menester la intervención del
artista para aportar ese detalle, congela el ideal de belleza, y reseñar su
tiempo para la posteridad. Los museos resultan,
al cabo, la memoria de los pueblos contada por la mirada de sus artistas.
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