Dos (dos, literalmente, ¡dos!) días viajando
para poder volver a casa. Llegar varias
horas antes a un aeropuerto, despachar las valijas, pasar todas las revisiones
que la era post-torres nos legó, subir a un avión con la resignación de quince
horas de vuelo (hay que cruzar el
Atlántico), que te tengan dos horas en la cabina con la reiterada excusa de
que se demorará la partida cinco minutos por problemas técnicos. Que finalmente no despegue y te hagan
bajar. Que te hagan hacer cola para
darte un voucher de “cena” en un barcito del aeropuerto que
no tiene más de veinte mesas, a donde corre todo el pasaje despavorido. Después de la obvia guerra descarnada por
conseguir una silla y masticar con esfuerzo un sándwich demasiado frío e
insípido, vuelta a hacer cola para que te digan que se reprograma el vuelo, “en
principio”, para dentro de 24 horas; y te dan otro voucher, esta vez para un hotel de aeropuerto y una llamada (cual detenido incomunicado). Pero no, se protesta un poco, se explica que
uno tiene compromisos asumidos, se hace otra cola, se explica de vuelta lo
obvio –que uno tiene una vida fuera de
los aeropuertos- y se esperan horas y horas para un cambio de vuelo lo más cercano
posible en el tiempo (que son ocho horas después).
Listo, uno consigue ser inserto en el hueco de otra línea en un
transocéanico. Ahora hay que conseguir
las valijas, porque nos vamos de Latam
a Iberia y la sospecha de que nuestro
equipaje no va a saber encontrar solo el camino se vuelve profunda. Son ya la una y media de la mañana de un día
que llegamos al aeropuerto a las tres de la tarde. Pero insistimos, recuperamos las valijas y tras
otro poco de espera (a esta altura somos
invulnerables a las incomodidades) conseguimos un bus rotativo al hotel
donde pasaremos tres horas –sin dormir por temor a no despertar- y salir
disparado al aeropuerto otra vez para volar a otra ciudad para tomar el otro
vuelo. Pero hay niebla, y entonces otra
demora y reaparece el pánico de quedar prisionero para siempre en un continente
que no nos disgusta pero del que ya tuvimos suficiente cuota. ¡Quiero
volver a casa! Pero finamente
aterrizamos y alcanza para abordar al mediodía de Madrid el vuelo que ¡finalmente!
depositará mis hinchados pies en Buenos
Aires pasadas las ocho y media de la noche.
Y hay que conseguir las valijas, y pasar migraciones, y soportar el mal
modo de los agentes de aduanas que miran las maltrechas maletas de ciudadanos
cansados como símbolos de toda traición.
Y después cotizar la conveniencia de taxi o de remís. Y enfrentar el tráfico de un domingo a la
noche. Y llegar a una casa que estuvo
cerrada demasiado tiempo y donde el calor del verano porteño ha hecho caldo de
condensación irrespirable. Pero llegué,
demasiado después de que inicié la partida, pero llegué. Y me prometo no irme más. Porque me gusta viajar pero me gusta volver y
quedarme en mi lugar. Porque dos días de
viaje pone de mal humor a cualquiera.
Porque sospecho que he llegado a mi límite de muchas más formas de las
que hubiera creído.
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