domingo, 8 de enero de 2017



     Tengo problemas con París.  No puedo conectar con la ciudad monumental, la de las vistas panorámicas, la de los símbolos icónicos, la ciudad  configurada para turistas. La encuentro tan distante, ajena, impersonal, inaccesible.  Me pasó la primera vez que vine, cuando me fui afirmando fastidiada que París no me había gustado nada.  Ahora tengo la intención de avanzar y descubrir la realidad que hay tras la postal; vine con algo más de tiempo y libertad, dispuesta a caminarla, a sentirla.  Pero ¡hace tanto frío! que mi intención de luchar contra mis prejuicios se desmorona ante el augurio de nieve.






     Mi cobardía absoluta ante temperaturas al borde o por debajo del cero ha hecho claudicar hasta mi plan de llegarme al valle del Loire en un intento de reencontrarme fugazmente con las obras que se suponen se encuentran exhibidas en el  Château des Réaux (Afrodita by farnell, a la que he visto en fotografías en un pabellón del Castillo…









…y Fin de Siglo, de la que no he podido recabar vía web prueba alguna de su cuelga).  Pero estoy genéticamente estructurada para climas tropicales; lo que se hereda no se roba.  El frío es mi criptonita.






     Me pasó hace años, cuando en mis primeros viajes odié sin escrúpulos a Rio de Janeiro y luego de pasar el fin de año del ´99 al 2000 –mi cuarta visita si no cuento mal- caí tan enamorada de la ciudad que hoy la quiero visceralmente, tanto que ninguna vicisitud política, económica o social puede modificar mi amor por ella.  Vine con la fe puesta en que podía cambiar mis sentimientos hacia París, que podía sumarme a esa mayoría que la tiene como su sitio de ensueños y fantasías.  Pero hasta ahora sólo consigo perdurar en esta sensación de que hay demasiada fachada y excesivo espacio de por medio entre ella y yo.



















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