Tengo
problemas con París. No puedo conectar con la ciudad monumental, la
de las vistas panorámicas, la de los símbolos icónicos, la ciudad configurada para turistas. La encuentro tan distante,
ajena, impersonal, inaccesible. Me pasó
la primera vez que vine, cuando me fui afirmando fastidiada que París no me había gustado nada. Ahora tengo la intención de avanzar y
descubrir la realidad que hay tras la postal; vine con algo más de tiempo y libertad,
dispuesta a caminarla, a sentirla. Pero ¡hace
tanto frío! que mi intención de luchar contra mis prejuicios se desmorona
ante el augurio de nieve.
Mi cobardía absoluta ante temperaturas al borde o por debajo del cero ha hecho
claudicar hasta mi plan de llegarme al valle del Loire en un intento de reencontrarme fugazmente con las obras que
se suponen se encuentran exhibidas en el Château
des Réaux (Afrodita by farnell, a la que he visto
en fotografías en un pabellón del Castillo…
…y Fin de Siglo, de la que no he podido
recabar vía web prueba alguna de su cuelga).
Pero estoy genéticamente estructurada para climas tropicales; lo que se
hereda no se roba. El frío es mi criptonita.
Me pasó
hace años, cuando en mis primeros viajes odié sin escrúpulos a Rio de Janeiro y luego de pasar el fin
de año del ´99 al 2000 –mi cuarta visita
si no cuento mal- caí tan enamorada de la ciudad que hoy la quiero visceralmente,
tanto que ninguna vicisitud política, económica o social puede modificar mi
amor por ella. Vine con la fe puesta en
que podía cambiar mis sentimientos hacia París,
que podía sumarme a esa mayoría que la tiene como su sitio de ensueños y
fantasías. Pero hasta ahora sólo consigo
perdurar en esta sensación de que hay demasiada fachada y excesivo espacio de
por medio entre ella y yo.
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