No soy imparcial (tal vez nunca podemos ser realmente imparciales en nuestras opiniones),
pero no voy a dejar de decir que El
Prado es el más maravilloso museo de arte de todo el planeta. Claro, no sólo los maestros que más admiro están
presentes en sus salas sino que aquellas obras que amo del modo más absoluto,
incondicional (y plagiario, claro) están ahí.
Esperándome, sabiendo que en la medida que pueda siempre voy a volver a
ellas.
Esta
mañana volví a pararme un rato largo ante Las Tres Gracias de
Rubens. Tan bellas, tan carnales,
tan llenas de vibrante movimiento contenido en el gesto que uno espera que
salgan bailando por el pasillo principal de acceso, entre sus hermanas expectantes
del Juicio
de Paris y el caballo encabritado de
San Jorge y su dragón.
Las amé la primera vez que me las encontré
reproducidas en un libro, deliré cuando las descubrí en persona en mi primer visita
a España y a su soberbio museo. Cuando las copié (por aprender, por
emular, por apoderarme de alguna manera de ellas definitivamente), haciendo
mi limitada versión cartográfica y americana, tuve de esos ratos de placer
absoluto que puede provocar el arte y se asemejan tanto -dicen- a una experiencia
religiosa.
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