jueves, 5 de enero de 2017






     No soy imparcial (tal vez nunca podemos ser realmente imparciales en nuestras opiniones), pero no voy a dejar de decir que El Prado es el más maravilloso museo de arte de todo el planeta.  Claro, no sólo los maestros que más admiro están presentes en sus salas sino que aquellas obras que amo del modo más absoluto, incondicional (y plagiario, claro) están ahí.  Esperándome, sabiendo que en la medida que pueda siempre voy a volver a ellas.

    Esta mañana volví a pararme un rato largo ante Las Tres Gracias de Rubens.  Tan bellas, tan carnales, tan llenas de vibrante movimiento contenido en el gesto que uno espera que salgan bailando por el pasillo principal de acceso, entre sus hermanas expectantes del Juicio de Paris y el caballo encabritado de  San Jorge y su dragón.







      Las amé la primera vez que me las encontré reproducidas en un libro, deliré cuando las descubrí en persona en mi primer visita a España y a su soberbio museo.   Cuando las copié (por aprender, por emular, por apoderarme de alguna manera de ellas definitivamente), haciendo mi limitada versión cartográfica y americana, tuve de esos ratos de placer absoluto que puede provocar el arte y se asemejan tanto -dicen- a una experiencia religiosa.






























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