Dicen que
hay lugares que, por razones secretas e incomprensibles, se vuelven centros de
peregrinación a través de los tiempos.
El Foro, en Roma, debe ser uno de esos lugares mágicos, punto neurálgico de energías cósmicas, que hizo que los romanos imperiales le
erigieran templos a sus dioses, los cristianos basílicas a sus vírgenes, y los
turistas del siglo 21 manifiesten públicamente su culto a las piedras con selfies y fotografías varias tomadas con sofisticados gadgets
electrónicos.
Pero es
realmente un lugar especial, donde el tiempo parece moverse en otro ritmo. Y si
uno se detiene a contemplarlo con la cabeza abierta, acaba comprendiendo la
inmensidad del espíritu humano.
Movida por
una confusión o, simplemente, para autoflagelarme, terminé el día visitando los
Museos Vaticanos. ¿Para qué? Porque no puedo irme de Roma sin pasar por la
Capilla Sixtina, sólo para confirmar
que Miguel Angel será siempre un escultor aun cuando pinte al fresco.
Y así
termino malhumorada, proclamando a quien quiera escucharlo (nadie, por cierto) que la técnica
museística vaticana es vergonzosa, que no hay señalizada prácticamente ninguna
obra, que uno paga una entrada (cara)
para no saber absolutamente nada si no concurre en una visita guiada; que los Aposentos
Borgias son un DESCARADO
ABANDONO, que es inentendible que los abrieran al público sin haberlos
restaurado previamente, y que el alarde mercantilista de la proliferación de tiendas
por las que uno se ve obligado a pasar camino a la Sixtina hace que la
iglesia nada tenga que envidiarle a los parques Disney.
Pero también
está la Galería Cartográfica, y están esos maravillosos mapas pintados
al fresco en los muros. Y entonces –mujer voluble al cabo- mi día acaba
siendo perfecto.
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