Y
uno sigue y va. ¿Por qué? Porque es
inevitable: todos los caminos conducen a Roma. Porque es el principio de occidente, el
compendio de nuestro bagaje cultural.
Porque la Fontana de Trevi está en nuestra memoria genética, con un Mastroianni espléndido y una Anita Ekberg un poco robusta para el
gusto actual pero inolvidablemente rubia y portentosa. Porque aunque uno quiera evadirse, da vuelta
una esquina y la monumentalidad imponente le sopapea la impertinencia de pretender
ignorar que se camina sobre tres mil años de historia.
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