domingo, 2 de agosto de 2015



     "Antes o después, quizá encuentre la posibilidad de hacer una exposición propia en un café"  le escribe en una carta Vincent Van Gogh a su hermano Theo,  pocos días  antes de morir. 


     Exponer en bares y confiterías es un clásico para todo artista en sus comienzos.  Son lugares accesibles (léase: gratuitos para el artista), con gran movimiento de público, y afortunadamente ahora ya no se puede fumar en ellos, porque la nicotina que se adhería sobre la superficie de las obras (dando una pátina amarillenta y un olor que no se iba) era el riesgo extra que se corría aparte de roturas  y hurtos.  El otro espacio al que los artistas emergentes, sin galería y de bajo presupuesto, siempre hemos mirado son los hoteles.

     Y ahora me encuentro a mi misma (que he hecho uso y abuso de esos lugares alternativos de cuelga) haciendo gala de mi reconocido gataflorismo indignándome porque en el ascensor del hotel donde me hospedo en Los Angeles hay un cuadro.  Un paisaje de unos cincuenta por cuarenta centímetros, correctamente enmarcado en una gruesa varilla labrada en dorado.

     Supongo que mi molestia en realidad deviene de que la obra es muy mala.  Al estilo de esas pinturas japonesas que estuvieron de moda en los años 70, al óleo empastado, angostas y apaisadas, todas iguales, con marcos en metal o terciopelo, que después vimos en un documental que se hacían en línea de producción: un señor pintaba el fondo, sigue la línea, otro señor pintaba el sol, sigue la línea, otro señor pintaba la pagoda, sigue la línea…  La  obra que cuelga en el ascensor es de la misma factura sólo que con predominio de arbolitos verdes californianos.

     Será porque la obra no me hace pensar en un joven artista buscando un espacio para mostrar su trabajo sino en mera acción decorativa, presuntamente moderna, supuestamente a la moda, previsiblemente vulgar.

     Quizá lo que me enoja sea que ese lugar del cuadrito de manufactura en serie podría ocuparlo algo hecho por un artista real.  Quizá no sea culpa del ascensor, ni del marco exagerado, y hasta quizá ni siquiera de la prolija obrita de dos por cinco, sino del menosprecio que implica para el espectador (aunque éste mayoritariamente no se dé cuenta).

     Insisto, se trata de otra cosa.  De esa chance imposible de toparse, de repente y sin aviso, con un Van Gogh en el café de un perdido pueblito de pescadores. 







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