"Antes
o después, quizá encuentre la posibilidad de hacer una exposición propia en un
café"
le escribe en una carta Vincent
Van Gogh a su hermano Theo, pocos días antes de morir.
Exponer
en bares y confiterías es un clásico para todo artista en sus comienzos. Son lugares accesibles (léase: gratuitos para el artista), con gran movimiento
de público, y afortunadamente ahora ya no se puede fumar en ellos, porque la nicotina que
se adhería sobre la superficie de las obras (dando una pátina amarillenta y un olor
que no se iba) era el riesgo extra que se corría aparte de roturas y hurtos.
El otro espacio al que los artistas emergentes, sin galería y de bajo
presupuesto, siempre hemos mirado son los hoteles.
Y ahora
me encuentro a mi misma (que he hecho uso y abuso de esos lugares alternativos
de cuelga) haciendo gala de mi reconocido gataflorismo indignándome porque en
el ascensor del hotel donde me hospedo en Los
Angeles hay un cuadro. Un paisaje de
unos cincuenta por cuarenta centímetros, correctamente enmarcado en una gruesa
varilla labrada en dorado.
Supongo
que mi molestia en realidad deviene de que la obra es muy mala. Al estilo de esas pinturas japonesas que
estuvieron de moda en los años 70, al óleo empastado, angostas y apaisadas, todas
iguales, con marcos en metal o terciopelo, que después vimos en un documental
que se hacían en línea de producción: un señor pintaba el fondo, sigue la
línea, otro señor pintaba el sol, sigue la línea, otro señor pintaba la pagoda,
sigue la línea… La obra que cuelga en el ascensor es de la misma factura sólo que con predominio de arbolitos verdes californianos.
Será
porque la obra no me hace pensar en un joven artista buscando un espacio para
mostrar su trabajo sino en mera acción decorativa, presuntamente moderna,
supuestamente a la moda, previsiblemente vulgar.
Quizá lo
que me enoja sea que ese lugar del cuadrito de manufactura en serie podría
ocuparlo algo hecho por un artista real.
Quizá no sea culpa del ascensor, ni del marco exagerado, y hasta quizá
ni siquiera de la prolija obrita de dos por cinco, sino del menosprecio que
implica para el espectador (aunque éste mayoritariamente no se dé cuenta).
Insisto,
se trata de otra cosa. De esa chance imposible
de toparse, de repente y sin aviso, con un Van
Gogh en el café de un perdido pueblito de pescadores.
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