"No era mi día. Ni mi semana, ni mi
mes, ni mi año. Ni mi vida. ¡Maldita sea!" Charles Bukowski
Por
alguna razón siempre acabo recibiendo más información de la que necesito. Y por deformación profesional, todo, todo (hasta aquello que realmente no me importa)
pasa por el tamiz de mis elucubraciones. Sería sensato decirme más seguido: “¿y a
mí que me importa?”, pero no, no lo hago y me engancho en montones (¡montones!) de asuntos ajenos y que en
nada me competen pero en los que igual pierdo soberanamente el tiempo.
Cuando mi
única preocupación debería ser terminar este estúpido asunto de las Bandejas
Enmascaradas (estoy harta, ya
quiero hacer otra cosa), me desvió en otra cuestión estúpida: la presunta
moda de las obras de arte de pequeño formato y bajo precio, y la enorme
cantidad de nuevas galerías que de repente pululan por todos lados y que
supuestamente están en esta movida de “arte accesible”, que en realidad y
en demasiados casos no pasan de artesanías simpáticas, low cost y así de mínima calidad, cuyo único objetivo es que el
visitante no se vaya con las manos vacías.
¿Merchandising de artista? Por
ahí va.
Pintar (de cualquier manera, a la ligera, simples,
parecidos, uniformados) cuadritos del tamaño de un azulejo sólo para venderlos
casi al mismo precio que –digamos- una caja de alfajores y justificar “comercialmente” la existencia pública y digna como “artista que vende”.
Y o hay
confabulaciones cósmicas (lo que es poco probable) o La Nación
sigue haciendo publicidad encubierta bajo supuestas notas de Cultura. Ahora resulta que tiramos listado de artistas
que “la pelean”. O sea, que en la
sección Cultura (lo repito, porque parece que vengo pifiando
con las acepciones de los términos) se habla de lo otro que hacen los artistas para sobrevivir (los oficios civiles que nos dan de comer)
y no de la obra, de la concepción artística o de la finalidad última que se
persigue en la vocación artística.
Si a
alguien como artista, por su condición de artista, se lo busca para hacerle una nota, ¿no se debe hablar de
su trabajo en el arte en vez de lo que mercenariamente hace para sostener su
pulsión creadora? ¿No es una falta de
respeto? ¿En Cultura ahora se cubre
cualquier tema que no tenga que ver con la cultura? Pintoresquismo y notita de color. Todo tan
inofensivo. ¿Para qué ser profundos,
para que tratar de alcanzar algún nivel intelectual en la cuestión? ¿Para qué
hablar de arte en serio si a nadie le interesa el arte? Sigamos nivelando para abajo, sigamos, que
todo da lo mismo. Pego la nota de hoy (mientras juro no volver a comprar el diario ni abrir mails de ciertos remitentes):
Vivir del arte: tanto talento para
crear como para conseguir recursos
Una docena de artistas revelan los
malabares de una agenda que incluye vender obras, dar clases, obtener subsidios
y ganar becas
Por Maria Paula
Zacharías | Para LA NACION
Hacer algo "por
amor al arte" es sinónimo de gratuidad. Pero vivir del arte es otra cosa.
La vida de muchos artistas argentinos es un constante equilibrio entre placer,
deber, necesidad y deseo. Es la hazaña de vender obras en un mercado chico, dar
clases, pedir un subsidio, ser artesano, ganar un concurso... o manejar un taxi
de día y pintar al óleo de noche.
"Si hubiera tenido que vivir del arte habría
pedido limosna en algún momento", se ríe hoy Edgardo Giménez, rey aquí del pop art, que supo combinar su dedicación
al color con trabajos rentados como publicista y diseñador.
Richard Sturgeon hizo malabares desde
los 18 años, cuando se descubrió artista: mañanas de banco, tardes de taller y
noches atendiendo un bar. "Largué
la vida corporativa a los 30 años y tenía un hijo. Primero compré un taxi y con
eso me defendí unos dos años. Después trabajé en una galería, hasta los 45,
cuando empecé a vender mejor. Pero nunca dejé de dar clases. No es una vida
holgada", reconoce el ganador del Premio Nacional de Pintura 2014. Este galardón es un desahogo después de una
carrera, muchas veces, de obstáculos. Equivale a cinco jubilaciones mínimas y
suma algo menos de $ 20.000.
"Nuestra vida es mucho mejor que la que
tuvieron nuestros maestros. Antes, estudiar arte era la condena a una vida
miserable", dice María Inés
Tapia Vera, que acaba de ganar el premio en la categoría Grabado. "Fui pobre. En los 70 hasta era mal visto
vivir de la obra. Cuando nos casamos con Eduardo Iglesias Brickles, no teníamos
nada. Trabajé de mil cosas hasta que me recibí y me dediqué a la docencia, y
Eduardo, a diseñar en diarios. Cuando vendíamos algo, ese año nos íbamos de
vacaciones", cuenta Tapia Vera.
"Cuando gané el premio
municipal, pude dejar las escuelas y tener algo de ocio creativo: es muy
difícil llegar de la calle, tirar la cartera y ponerse a crear. El Municipal
son alrededor de $ 9000 por mes. Pagás
el alquiler y comés. Pero el Nacional me resuelve el problema de la jubilación",
analiza.
Carola Zech es otra maratonista que llegó
a esa meta. "En los 80 fui artesana
mientras duró mi formación y, de ese modo, viajé mucho. Después, por unos diez
años fui profesora de plástica y dedicaba al taller las tardes y noches. Puedo
recordar el cansancio feliz de esa época tan constructiva. Un trabajo para
sostener otro", recuerda.
"He vivido de la enseñanza en mi taller y de
algunos premios. Gracias a la pensión del Gran Premio voy a tener la
tranquilidad de seguir produciendo", cuenta Diana Dowek, ganadora 2015 en Pintura.
Los jóvenes encuentran
diferentes recetas. "Este año nació
mi segunda hija y las ventas no me acompañaron. Mi economía es mensual: pago
alquiler y no tengo trabajo fijo", dice Hernán Soriano. Se mueve en
bicicleta y su obra está hecha con materiales muy baratos u objetos
encontrados. "Hago trabajos de
montaje, obras o encargos para artistas, escenografías o cualquier trabajo
donde haya que construir cosas. Soy dibujante, escultor, tengo nociones de
mecánica y pintura. Todo lo que gano está destinado a mi familia. En el amor
soy una persona rica", dice.
"Vivir del arte no es fácil. Los artistas
muchas veces tenemos que buscar alternativas laborales", coincide Catalina León. "Vivo un poco de la venta de mis obras y
otro poco de mi trabajo en Vergel, asociación civil que entrelaza arte y salud.
Aunque en este momento logro mantenerme, es siempre un terreno incierto",
desliza.
Isabel Peña atravesó años de terapia lacaniana para asumir su
esencia de artista y la imposibilidad de vivir de otra cosa. "Me ayudó a hacerme cargo de mi deseo y a
salir al ruedo. Al principio no objetivás tu obra y sentís que te dicen a vos
que no cuando rebotás en una galería o un premio. Pero salir y rebotar es menos
malo que quedarte encerrado sintiéndote un genio incomprendido. Es dura la calle,
pero te enseña un montón -recomienda-. Trabajar
es un placer y una necesidad. En un momento me sentí cansada de luchar, y pensé
en tener otro trabajo... pero me di cuenta de que sólo iba a perder años de
vida a cambio de un sueldo."
No todas son pálidas.
"Vivir del arte para mí es
inevitable. Una pulsión vital", dice Paula Cecchi. Estudió medicina, pero nunca ejerció. "Siempre el arte me dio trabajo. Tuve la
suerte de tener de maestro a Guillermo Roux y de ver a un artista y su vida de
cerca", dice. Vive de la venta de obra y de dar clases, muchas clases,
en el taller que abrió con su marido, Pablo
Noce, también pintor, cuando la casa empezó a quedarles chica para sus
cerca de 50 alumnos. "La clave es perseverar, no dejar de
trabajar y ser consecuente", comenta. Recibió un subsidio para hacer
un libro de su obra, que cubría parte del gasto de impresión, y para el resto
recurrió al financiamiento colectivo. Juntó lo que necesitaba en cuestión de
días. "Fue un boom. Internet está
abriendo caminos interesantes", cuenta.
Paula Pellejero integra otro matrimonio de artistas con buena
suerte en la Web. Gracias a las ventas del taller de dibujos de entre $ 50 y $
1000, difundidas por Facebook, solventan sus viajes laborales. "Cuando entra dinero desde el arte es
invertido en nuevos proyectos. Y si no, me las rebusco presentando el proyecto
a instituciones", cuenta.
El arte
contemporáneo, ese que no está destinado al cubo blanco, requiere un ejercicio
constante de papeleo: presentarse a becas, concursos, subsidios y
convocatorias. En eso, Gaspar Libedinsky,
uno de los ganadores del concurso BA Sitio Específico, es un experto. "Me nutro para ello de mi labor académica.
De mi estudio salen obras que el mercado después rotula como arte, arquitectura
o diseño. Pero el trabajo más rentable es el de curador, que también ejerzo,
sin los riesgos del artista, que debe invertir en la obra sin la seguridad de
que será vendida". Su proyecto Carrousel, una calesita a pedal, pronto
empezará a girar en Parque Patricios.
Ana Gallardo, más que luchadora, es una
gladiadora. "Fui asistente en
galerías, camarera, cociné, inventarié colecciones, vendí celulares,
jubilaciones privadas... He trabajado toda la vida y, hasta hace muy pocos
años, en relación de dependencia", relata. De esos tiempos es reflejo
su video La casa rodante, donde recorre la ciudad con su casa a cuestas. "Ahora tengo un plan un poco más cómodo, con
honorarios por cada obra in situ, subsidios y clínicas", enumera. Gallardo
acaba de representar al país en la Bienal de Venecia y lleva adelante La Verdi,
un proyecto de talleres gratuitos para artistas financiado con la ley de
mecenazgo: "Encontrar empresas que
te apoyen es lo más difícil".
El mercado es una
necesidad y un riesgo. La joven Julieta
Barderi tuvo en su primera muestra en una galería un fuerte éxito
comercial. "Pero después empecé a
trabajar una imagen más densa, incómoda. Si bien perdí lugar en la galería, ya
que consideraron esta obra menos amable y que no se iba a vender, este trabajo
fue después premiado", contó en una mesa redonda sobre cómo vivir del
arte en la escuela Regina Pacis.
Enrique Burone Risso respondió desde la voz de la experiencia: "El artista, si trabaja con seriedad, tarde
o temprano será reconocido. Es importante no aceptar condicionamientos y
escapar a las modas, con una producción artística sincera". Por cuatro
años trabajó a sueldo para una galería, hasta que empezaron a pedirle
determinada obra. "La obra no se
realiza para gustar o vender", advierte. Con su galería actual tiene
un acuerdo diferente: "Voy a
porcentaje de la venta y la obra siempre es del artista".
"A mí me gusta llegar a fin de mes tranquilo",
dice sin problemas José Luis Anzizar.
Llegó a ocupar el puesto de director de Operaciones y Tecnología para América
Latina del Citi, donde trabajó por 20 años. Renunció en 2002, para dedicarse al
arte, pero también fundó una consultora de liderazgo, donde aplica sus
facilitaciones gráficas. "Vivo en un 50 por ciento del arte y el otro
50 por ciento del liderazgo... y no veo la diferencia entre estas cosas",
confiesa.
Existe un prejuicio:
se le dice salonero al que concursa con frecuencia. Pero no es por eso que la
pintora Deborah Pruden rehúye
presentarse. "Las veces que mandé,
ni me seleccionaron para integrar la muestra, y tenés que pagar el marco, el
flete, cumplir requisitos... Desistí", reconoce. "Los
artistas seguimos pintando y exponiendo, aunque no nos paguen. Espero que esta
idea romántica se vaya revirtiendo", añade Pruden.
"Si el artista se mantiene sólo en su
taller buscando la obra, se vuelve frágil y dependiente. Un artista es un
empresario de sus estéticas", alienta Mónica van Asperen, una artista con trayectoria. Y va más allá:
"El dinero viene por la obra, si
quien la hace la suelta a su destino".
Cada uno, sumando
esfuerzo y pasión, encuentra su manera.
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