¿Está mal
hartarse de lo que uno mismo eligió y disfrutó por un tiempo? ¿Es contradecirse? ¿Es llegar al límite natural que tienen todas
las cosas? ¿Confirmación de que nada es
para siempre? ¿O soy simplemente
inconstante, voluble, dispersa, muy poco confiable?
Me harté
de las máscaras con sus bandejas, de esas mismas que hasta hace un rato me
divertían con su juegos de planos y miradas enigmáticas.
Me harté
de los dorados, los brillitos, las cintas y los cascabeles. Me harte de la cartapesta. Me harte de
tener los dedos constantemente pegoteados.
Me harte
de respetar las metas autoimpuestas. Doce,
dije, y tienen que ser doce aunque si me hubiera detenido en la diez el asunto
me hubiera dejado el sabor dulce de añorar seguir haciéndolas, el resabio de un
placer lánguido y remolón. En cambio,
odie la primera #11, la destruí como obligación ética y la nueva #11
está ahí, ahí, de ser otra porquería.
Y la #12
parece la conjunción de todo lo que antes me divertía y ahora me irrita hasta el desquicio. Demasiadas puntas, vueltas, planos
cruzados. No puedo mirarla de ningún
lado porque desde cualquier ángulo la pifia en algo. Y no llego a los recovecos, no puedo
completar una línea limpia que al menos justifique. Y los estúpidos espejos que constantemente se
despegan. Desastroso (y muy pegajoso) todo. Necesito irme, volver a las otras cosas.
¿”Aguante
Argentina”? Recién me
percato. Que mal chiste…
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