sábado, 22 de agosto de 2015

     ¿Está mal hartarse de lo que uno mismo eligió y disfrutó por un tiempo?  ¿Es contradecirse?  ¿Es llegar al límite natural que tienen todas las cosas?  ¿Confirmación de que nada es para siempre?  ¿O soy simplemente inconstante, voluble, dispersa, muy poco confiable?

     Me harté de las máscaras con sus bandejas, de esas mismas que hasta hace un rato me divertían con su juegos de planos y miradas enigmáticas.







     Me harté de los dorados, los brillitos, las cintas y los cascabeles.  Me harte de la cartapesta.  Me harte de tener los dedos constantemente pegoteados.
     Me harte de respetar las metas autoimpuestas.  Doce, dije, y tienen que ser doce aunque si me hubiera detenido en la diez el asunto me hubiera dejado el sabor dulce de añorar seguir haciéndolas, el resabio de un placer lánguido y remolón.  En cambio, odie la primera #11, la destruí como obligación ética y la nueva #11 está ahí, ahí, de ser otra porquería.




    Y la #12 parece la conjunción de todo lo que antes me divertía y ahora me irrita hasta el desquicio.  Demasiadas puntas, vueltas, planos cruzados.  No puedo mirarla de ningún lado porque desde cualquier  ángulo la pifia en algo.  Y no llego a los recovecos, no puedo completar una línea limpia que al menos justifique.  Y los estúpidos espejos que constantemente se despegan.   Desastroso  (y muy pegajoso) todo.  Necesito irme, volver a las otras cosas.  


 ¿”Aguante Argentina”?  Recién me percato.  Que mal chiste… 










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